Crónica de un viaje a EE.UU por una vacuna covid-19 | El Nuevo Siglo
el 27 de mayo se inauguró el punto de vacunación del Aeropuerto Internacional de Miami.
Cortesía María A. Castillo
Domingo, 4 de Julio de 2021
María Castillo

En la que solía ser una sala de paso y de descanso para los pasajeros en el Aeropuerto Internacional de Miami, está uno de los de 1.091 puntos de vacunación dispuestos por el Estado de la Florida para que se inmunicen todas las personas que quieran.

No soy una persona paciente, pero estaba tranquila con la idea de esperar mi turno de vacunación en Colombia. Sé que por edad, comorbilidades y el hecho de que ya me contagié, aun debo estar bien abajo en la lista, pero para variar frente a la vacunación no tenía ningún afán. Ninguno.

Aun así aquí estoy, en medio de un viaje atacado e innecesario que si no es porque mi papá me insistió hasta el cansancio en que lo hiciera, no lo hubiera hecho por motu propio. Es que, honestamente yo me preguntaba:

¿Qué sentido tenía hacer un viaje de una semana para adquirir algo que eventualmente el gobierno Nacional me iba a dar de manera gratuita? ¿Hacer un viaje en una semana que además es laboral, lo que palabras más palabras menos no significa otra cosa que no podría tomarme ni siquiera un par de horas libres? Una completa insensatez.

Pero al final mi papá lo solicitó como un favor para él, “por mi tranquilidad hija, que tener millas y poder pagar el excedente de un boleto de avión no es pecado”.

Entonces, como no hay nada que yo le pueda negar a ese papá maravilloso que ha hecho de papá y mamá; que se preocupa más por mi tristeza y mi duelo que por el suyo propio, y que nunca pide nada para sí mismo ahí resulté: en una fila de personas procedentes de todas las partes del mundo, sin un metro de distancia, esperando por la que sería mi primera y única dosis contra el covid-19.

Sin mucho distanciamiento, que por lo menos yo cuido casi que de manera neurótica, al llegar a un pabellón que solía ser una sala de descanso para pasajeros, lo primero que nos encontramos son dos filas de personas que apuntan en direcciones opuestas (viajeros o gente que vive en las inmediaciones del aeropuerto, pero sobre todo pasajeros), y una de las cuales es significativamente más larga que la otra.

En donde desemboca cada fila hay seis puestos de vacunación, y entre ambas filas hay un montículo de sillas en donde más adelante sabría, los recién vacunados deben esperar 15 minutos antes de que te dejen ir. Ahí mismo me aborda una enfermera que me pregunta que tipo de vacuna quiero que me pongan:

  • “Hay Jannsen o Pfizer”.
  • “Jannsen. Solo vine a vacunarme y voy a estar menos de una semana”.
  • “Claro. La de una sola dosis. A tu derecha. La fila larga”.

La vacunación

La persona que me recibió y alojó en su casa me dice con risa que debería haberme esperado haciendo la fila de vacunación, que es verdaderamente desalentadora. No es tan larga como las filas que solían hacerse en los puentes peatonales para ingresar a Transmilenio antes de que el Covid-19 lo cambiara todo, no. Pero sin duda tras cuatro horas de vuelo, tres horas de aeropuerto en Bogotá y 45 minutos de inmigración, es una fila más larga de lo que realmente es.

Cuento por encima a unas 70 personas de diferentes nacionalidades pero sin lugar a dudas los acentos latinoamericanos predominan. De hecho, adelante de mi hay una familia de latinos llenando un formulario en línea en sus teléfonos celulares. No son colombianos, pero reconozco a varios pasajeros de mi vuelo que estaban en la fila del check in en el Aeropuerto Internacional El Dorado de Bogotá. Tal vez esta no era la peor idea del mundo.

El formulario es lo más elemental que hay: nombre, país de origen, dirección (pregunto si pongo la de Bogotá o la del sitio en la que me voy a quedar y es irrelevante), fecha de nacimiento, si tengo un seguro médico en Estados Unidos y mi número de pasaporte, mi identificación en Estados Unidos, no es solicitado.

Más abajo me preguntan si soy o no alérgica a una serie de cosas, si he padecido Covid-19 en las últimas dos semanas y si ya me han vacunado contra el mismo. Todas respuestas negativas.

Al llegar  mi turno otra enfermera, una que unos minutos antes me había regañado por tomar un par de fotografías (no sabía que estaba prohibido y aún no entiendo porque lo es), revisa la pantalla de mi celular, imprime un sticker que me pega en la blusa y me manda a la mesa seis de vacunación en donde finalmente me ponen la vacuna, una curita azul y me mandan a unas sillas en donde debo esperar 15 minutos antes de que me dejen ir.

Le pregunto a otras personas también con pijama de enfermera, parece voluntario del proceso, en promedio a cuántas personas están vacunando en este punto del aeropuerto: “Diariamente estamos recibiendo entre 2.000 y 3.000 personas”.

Me explica que este punto es uno de los más concurridos por razones obvias (los turistas quieres salir al aire libre vacunados), pero también me aclara que en los puntos que están en farmacias e incluso los walk up para las personas que no tienen carros para ir a los drive trhu (vacunación en carro como la que aplicó el centro comercial Bima), suelen ser muchas menos las dosis aplicadas diariamente. Es obvio pero de todas formas pregunto.

Mi carné de vacunación, que está en inglés y en español, aclara que no habrá un segundo agendamiento “ciclo completado”, y especifica que, de ser necesario, “Usted puedo notificar de posibles reacciones adversas después de la vacunación contra el covid-19 al Sistema de Notificación de Reacciones Adversas a las Vacunas (VAERS)”.

A mi lado una mujer me pregunta que vacuna me he puesto. Es hondureña y va a quedarse un mes con su hermana. Ella se puso la Pfizer porque puede regresar por una segunda dosis, “y de oídas me han dicho que es mejor”.

Don’t ask don’t tell

¿Sería esto lo que la Administración Biden tenía en mente cuando invitó a todo el mundo a vacunarse? De acuerdo con el Centers for Desase Control and Prevention (CDC), Estados Unidos es un país que al cierre de esta edición tenía un global de 33.946.454 contagios, 602.401 muertes y 328.152.304 vacunados (181.339.441 primera dosis y 155.884.601 segundas) personas. ¡OJO! con el genérico “personas”.

Desde que el presidente Joe Biden invitó “literalmente” a “todas las personas” que viven en Estados Unidos, sin hacer ninguna tipo de distinción sobre su estatus migratorio o de residencia, a que se pusieran la inyección contra el Covid-19, estados como el de la Florida, California, Nueva York y Texas, dejaron atrás el requerimiento inicial que tenían de solicitar la prueba de residencia para acceder a la misma, al que llega lo pinchan. Así de sencillo.

Aplicando con la vacunación la misma filosofía que se instauró en la Administración Clinton, a partir de la cual a ninguna persona que quiera hacer parte de las Fuerzas Militares se le debe preguntar por su orientación sexual, Don´t ask don’t tell (no preguntes, no cuentes), Estados Unidos tiene clara una verdad a puños: documentado, indocumentado, ciudadano americano, inmigrante, refugiado o turista, todos contagian por igual.

De hecho el primero de febrero, cuando apenas se estaba comenzando a acariciar la idea de que ya podría haber vacunas listas para producción masiva en el primer trimestre del año, el gobierno norteamericano le prometió a los inmigrantes indocumentados no solo que tendrían el mismo acceso a las vacunas, sino que los centros de inoculación serían “Immigration enforcement-free zones” (Zonas libres de control de inmigración).

"Es un imperativo moral y de salud pública garantizar que todas las personas que residen en los Estados Unidos tengan acceso a la vacuna... una vez que sean elegibles según las pautas de distribución local", informó a través de un comunicado de prensa el Departamento de seguridad nacional.

Y ahí estaba yo, cobijada bajo el ala de los imperativos morales que tiene Estados Unidos, para ahorrarme unos meses de espera, preguntándole a una enfermera en pleno aeropuerto más o menos a cuantos turistas estaban vacunando diariamente. Pero toda la vuelta en últimas tuvo sentido: hoy estoy vacunada.