“LA historia de nuestro pueblo se cuenta desde lejos, antes de que exista el sol ya existían los uru chipayas”, dice Édgar Lázaro López. Relata así la leyenda del origen de esta milenaria civilización, considerada la más antigua de la región y una de las que mejor ha conservado su cultura pese al paso del tiempo, la colonia, la migración, el desarraigo y la modernidad.
“Al principio no existían ni los aymaras, antes de (Cristóbal) Colón ellos vinieron por acá y nosotros fuimos migrando y migrando hasta encontrar otro territorio”, añade el joven indígena, custodio de un pequeño complejo turístico comunitario construido en un punto de su territorio originario.
Los urus son una de las 36 naciones indígenas originarias que conforman el Estado Plurinacional de Bolivia. Hoy, esta civilización trasciende las fronteras delimitadas tras la conquista española. Tres grupos de la nación uru -los uru chipaya, urus murato y urus iruito- habitan territorio boliviano, en el departamento de Oruro, ubicado en el margen occidental del país. Mientras que los uru chullunis ocupan unas islas flotantes de Puno, en el vecino Perú.
“Se calcula que aparecieron producto del proceso de glaciación, cuando se fueron generando pequeños lagos y terrenos habitables, en el año 5.500 antes de nuestra era. La expansión e incidencia de los urus en esta parte de la región consta en el censo desarrollado por Francisco de Toledo entre 1573 y 1575, llegando incluso a contabilizar habitantes en las costas del Pacífico”, explica el historiador del Museo Nacional de Etnografía y Folklore, Ladislao Salazar.
Como sucedió con aimaras y quechuas, fueron los cronistas quienes también registraron la forma de vida de los urus. A diferencia de estos pueblos, los urus no estaban abocados a la siembra y la ganadería, sino a la pesca; por lo que su capacidad de aportar a los sistemas de servicio impuestos por la colonia era reducida y se vieron en la necesidad de incorporarse a otras actividades económicas.
“Como su eje era más lacustre, desde el norte del lago Titicaca (La Paz) hasta el sur del Poopó en el salar Coipasa (Oruro), eran pescadores, por lo que su retribución (a la corona) era mínima y esto los marginaba y eran mal vistos”, añade Salazar.
Con el paso del tiempo, esta agregación cultural se tradujo en un mestizaje y diezmó a la población uru. Muchas comunidades asentadas en inmediaciones del Titicaca ya no se reconocen como miembros de esta nación. Según el padrón de Toledo, la región tributaria de los urus contaba con al menos 80.000 pobladores. Cerca de 500 años después, el censo de población y vivienda de 2012 contabilizó únicamente 2.003 (1.005 hombres y 998 mujeres).
Pero los uru chipaya son, quizá, el grupo que mayor visibilidad ha tenido a lo largo del tiempo por la trascendencia de sus costumbres y tradiciones. En el municipio indígena de Chipaya habitan entre 30 y 40 familias, “que están en un constante ir y venir”, explica el experto. La causa es la necesidad de generar recursos para su supervivencia, pero en algunos lugares de este territorio pareciera que el tiempo se ha detenido.
“Nosotros nos mantenemos firmes para mantener nuestra cultura y nuestro idioma. Y no creo que se pierdan, tenemos nuestro vocabulario y nuestros libros para enseñarle a los niños nuestra lengua”, dice Édgar Lázaro, cuyo trabajo, desde el complejo turístico, consiste también en promocionar a su pueblo.
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“Los hombres del agua”
Salazar afirma que cierta terminología y algunos denominativos que todavía emplean los adultos se van perdiendo o mezclando con el aimara o el castellano, pero aun así protegen su lengua; el que sus maestros sean originarios del lugar les resultó favorable. “Gracias a las políticas de los chipayas, las clases se imparten en su idioma originario, el Taqu jas-shoni o idioma de los hombres del agua. Y esa es una gran ventaja porque los niños aprenden muy rápido”.
Cerca de 206 kilómetros separan a la ciudad de Oruro del municipio de Chipaya; el viaje por carretera y camino de tierra dura unas tres horas y al llegar ya pueden divisarse sus particulares viviendas. Construidas en forma circular con adobes y techos a dos aguas, sus puertas apuntan siempre hacia el este para el ingreso del sol. Por lo general el diámetro es de solo dos metros. El material, la forma, el tamaño y la ubicación son una combinación de arquitectura e ingeniería milenaria para protegerse del intenso frío del altiplano, que en esa región puede llegar a recrudecer y alcanzar hasta 15 grados bajo cero durante el invierno.
Esa misma estética se expresa en su vestimenta. El sombrero de los varones, hecho de lana de oveja en color blanco, también es de forma circular y, por lo general, va por encima de un chullo o gorro que les abriga las orejas. El pantalón es de bayeta y el tradicional poncho, que les cubre la parte superior, se ata a la cintura con una soguilla. Las abarcas y una chuspa o bolso típico son otra de sus características.
Las mujeres también usan un gorro tradicional, lo llaman uncuña y termina en punta; gracias a su forma y su tejido, con él se cubren del sol y del frío indistintamente. Un axsu o vestido de lanilla con puños de color verde o azul cubre sus cuerpos, y coloridas fajas adornan su cintura. Su cabellera va casi siempre trenzada y distingue a las solteras de las casadas y a quienes ejercen cargos de representación.
Aquellas sin compromiso llevan decenas de trenzas delgadas, mientras que las casadas y las autoridades lucen un trenzado más grueso. “Las mujeres mantenemos nuestra cultura y la vestimenta, todo (…) esta trenza significa que somos autoridades, se hace entre cuatro (personas) y tarda como dos horas”, comparte orgullosa, Delia Mamani, de 39 años de edad y mama talla (autoridad) del ayllu (grupo de la comunidad) Aransaya.
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Doña Delia cuenta que entre sus responsabilidades tiene a su cargo organizar a los comunarios para desarrollar varios trabajos. Son, precisamente las mujeres, quienes suelen quedarse a cargo del pueblo una parte del año, cuando un numeroso grupo de varones migra a Chile, por su cercanía, para trabajar a contrato en grandes sembradíos o dedicarse al comercio.
“Adquieren productos de ese país y los comercian en Oruro, aunque con escaso capital, y a mitad de inverno viajan a Arica y a otras comunidades chilenas a trabajar en la agricultura, para la cosecha en granjas industriales”, explica el historiador.
Las mujeres también se dedican al comercio, pero de los frutos que dan sus tierras. Quinua, papa y cañahua crecen en sus sembradíos. Dependen de las aguas del río Lauca y durante la temporada de lluvias amplían sus áreas de siembra, en especial para la producción de quinua, con la apertura de sendas. Los urus han heredado habilidades para el manejo hidráulico aprendidas durante la colonia.
El catolicismo se impuso en su territorio, creen en santos -cada año celebran las fiestas de la Virgen de la Candelaria y el Tata Santiago- y sus nombres están muy influenciados por personajes bíblicos, como el de Édgar Lázaro. No obstante, preservan tradiciones ancestrales de agradecimiento al apu o montaña de donde fluye el agua, y al sirinu, un ser que mora en quebradas, arroyos y manantiales y es protector del agua.
El liderazgo de los uru chipayas ha trascendido a la Asamblea Legislativa Plurinacional. El diputado Honorio Chino Mamani, del gobiernista Movimiento Al Socialismo, fue elegido el año pasado como representante de su nación, pero también de las comunidades aimaras que pertenecen a la misma circunscripción electoral.
En el ámbito local, buscan el desarrollo bajo el modelo de gestión de municipio indígena, pero desde 2018 están en transición a la que podría llegar a ser la Autonomía Indígena Originario Uru Chipaya, reconocida por la constitución boliviana desde 2009.