Por: Daniel Raisbeck (*)
HACE unos años, cuando visité Ciudad de Panamá por primera vez, quedé boquiabierto al ver sus excelentes autopistas e inmaculadamente pavimentadas, viaductos dignos del primer mundo, el metro de la capital, inaugurado poco tiempo antes. Ni hablar de la reciente expansión del Canal, prodigio de ingeniería que evoca comparaciones con los desventurados puertos del Pacífico colombiano.
Lo que más llamó mi atención, sin embargo, fue una conversación con un taxista, quien expresó preocupación por la posibilidad de que la economía panameña dejara de crecer por encima del 5% anual (el crecimiento promedio de Panamá entre 2003 y 2017 fue de 7.5%). Pero: ¿Qué sería de Panamá si aún fuera parte de Colombia, donde el actual Gobierno celebraría un crecimiento anual del 4%?
Si existiera o no el Canal en una Panamá colombiana es un asunto de especulación. ¿Hubiera sido su ejecución tan puntual como la del metro de Bogotá o el Túnel de La Línea? Un factor, sin embargo, es seguro: al ser un departamento colombiano, la economía de Panamá no estaría dolarizada, ni sería tan libre ni tan próspera (el PIB per cápita panameño en 2018 fue de USD $15.575 vs. $6.651 de Colombia). Aunque la dolarización no es la única causa de tal prosperidad, sí es un pilar del ejemplo panameño.
Se equivoca Esteban Piedrahita al escribir en la revista Semana que la comparación entre una Panamá dolarizada y una Colombia sometida a la volatilidad del peso es inválida porque, según “un tuitero”, el país vecino es un centro financiero y “un paraíso fiscal” (no lo es según Colombia, un indiscutible Hades tributario). Como argumentó Juan Luis Moreno-Villalaz en el Cato Journal en 1999, Panamá se convirtió en un centro financiero a raíz de la liberalización radical del sistema bancario en 1970. La dolarización, efectiva desde 1903, simplemente facilitó la llegada de bancos extranjeros y de flujos de inversión en grandes cantidades, sucesos deseables en cualquier lugar (excepto para oligopolios bancarios locales).
La plena integración de Panamá al sistema financiero mundial es importante porque les permite a los bancos destinar sus recursos adentro y afuera del país con gran facilidad. Por ende, ajustan su liquidez según la demanda de crédito o dinero. De tal manera, los cambios en la disponibilidad del dinero, los cuales se dan normalmente por razones internas, determinan la política monetaria. Es decir, dolarizar no significa ceder la soberanía monetaria a Estados Unidos.
Según Moreno-Villalaz, “la Reserva Federal no determina la política monetaria de Panamá ni interfiere con su soberanía… Sus acciones afectan al país… solo en la medida en que impactan a toda otra nación al alterar la oferta mundial de dólares o las tasas globales de interés”, las cuales se ajustan a los costos de transacción y al riesgo local.
La estirpe panameña de la dolarización ha traído un crecimiento económico que impulsa el sector financiero. ¿Cuál ha sido la experiencia de los demás países latinoamericanos que se han dolarizado según sus propias necesidades?
Piedrahita descarta el ejemplo de Ecuador porque “creció menos en términos reales” que Colombia “desde que cayó el precio del petróleo en 2014”. Esto no toma en cuenta que, al dolarizar en 2001, Ecuador, aparte de enfrentar una inflación del 96%, tenía un PIB per cápita que escasamente superaba la mitad del colombiano según el Banco Mundial (USD $1.894 vs. $2.439). Pese a los vaivenes del precio del crudo, el PIB per cápita de Ecuador ha crecido de manera constante y, en 2018, por muy poco iguala al de Colombia (USD $6.344 vs. $6.651). Es más, mientras que el PIB per cápita colombiano se redujo en un 19% desde 2013 hasta 2018, el ecuatoriano incrementó en un 5% durante el mismo período.
Más importante aún, la dolarización en Ecuador frustró los esfuerzos de Rafael Correa por implementar la tradicional y desastrosa receta neo-bolivariana de imprimir dinero para camuflar déficits monstruosos. Según Dora de Ampuero, una de las arquitectas de la adopción del dólar en su país, “la dolarización los salvó de estar como Venezuela”.
También se debe evaluar el efecto de la dolarización en El Salvador, país que adoptó el dólar gradualmente a partir de 2001 tras haber fijado el colón a esa moneda desde 1994. Mientras que El Salvador sufrió una inflación del 35% en los 80, la dolarización estabilizó los precios drásticamente (la inflación promedio desde 2001 hasta 2018 fue de 2.1%). Como escribe Manuel Hinds, exministro de Hacienda salvadoreño, la dolarización también “bajó las tasas de interés, subió los plazos de los préstamos y le dio estabilidad y competitividad a la economía”.
Lejos de ser culpa de la dolarización, el bajo crecimiento de El Salvador se debe sobre todo a gobiernos fiscalmente desenfrenados que triplicaron la deuda nacional entre 2003 y 2018. Hinds acierta al afirmar que, de no estar dolarizado el país, sus gobernantes no dudarían en imprimir dinero hasta desatar enormes niveles de inflación y depreciar la moneda, problemas que El Salvador ya superó. El izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, de hecho, reconoció los logros de la dolarización al no intentar reversarla desde el poder.
Colombia, con un crecimiento mediocre e insuficiente históricamente, no ha tenido problemas recientes de inflación, pero sí una crisis cambiaria. La apreciación del peso frente al dólar en momentos de bonanza de materias primas no refuta el argumento del profesor Steve Hanke: la moneda colombiana es una perdedora en el largo plazo, lo cual empobrece a la población.La reacción de ciertos expertos colombianos -Mauricio Cárdenas respondió que “nadie conoce” a Hanke, y Piedrahita que el profesor “se la fumó verde”– sugiere que, a diferencia del peso, el engreimiento de los tecnócratas criollos suele no depreciarse.