Las esperanzas para Latinoamérica, a raíz de las elecciones en Estados Unidos, se perfilan con base en frágiles y resbaladizas proyecciones. Cavilosas consideraciones deambulan en una dinámica dominada por lo que los diferentes grupos perciben como escenarios que van desde los más providenciales hasta los más catastróficos. Las percepciones se actualizan conforme a intereses, angustias y afanes de los interesados. Para otros sectores, el abandono hacia la región seguirá siendo parte esencial del guion dominante.
En Latinoamérica se presentan también presiones que en última instancia hacen grupos de mayor radicalismo. Estos últimos se enfocan más en contener lo que parece ser la amenaza de una gran inundación demócrata, la cual los dejaría huérfanos de ese trumpismo que ahora los cobija. Eso se manifiesta así, no obstante, el infortunio de muertes, inequidades e insostenibilidad que esa convivencia ha implicado.
Hasta aquí, con estas consideraciones, se tendrían dos ópticas complementarias.
Por una parte, los elementos que enfatizan que la región seguiría siendo un componente geoestratégico relegado a un recurrente olvido por parte de la potencia del norte. “Estados Unidos no tiene amigos, sólo tiene intereses”, como se le adjudica haber dicho a John Foster Dulles (1888-1959) quien ocupara la Secretaría de Estado en los años cincuenta, y cuyo infausto legado aún se resiente en especial en latitudes centroamericanas.
Allí se van decantando las percepciones de continuidad, en la cual las aspiraciones de gobiernos regionales es tratar de conseguir buenas cataduras de Washington. Son deseos que por lo general naufragan en la indiferencia de oficiales estadounidenses. Ellos están, al parecer, más preocupados por una globalización que fortalece los nexos con otras potencias imprescindibles en este mundo que se enrumba fortalecido, a una condición multipolar.
Por otra parte, están los grupos que siguen cifrando sus anhelos en que Washington los tome en cuenta y los apoye decididamente, con recursos; si son militares, mejor. Uno nunca sabe. Al menos aspiran a que se les trate con benevolencia, mediante procesos que concreten complicidad. Más por omisión y desenfado, que por notoria actividad política. Esas apuestas están caminando por una deslizante cornisa. Bordean de forma suicida el abismo que se abre con un triunfo por parte de Joe Biden y las fuerzas civilizatorias.
De concretarse esto último, lo más probable es que los demócratas no duden en hacer efectivas el cúmulo de cuentas de cobro acumuladas. Ante este escenario, muchos de los grupos más conservadores saben que la dinámica actual parece no tener reversa a casi 48 horas de elección. Sólo les quedaría aferrarse a un genuino milagro, mientras las apuestas continúan jugando en su contra.
Influencia…pero indirecta
Es evidente que, en todo caso, la influencia de Washington en la región tenderá a ser indirecta. Sin embargo, en ciertos casos y circunstancias puede llegar a ser significativa.
Tomemos por ejemplo la situación de dos comisiones contra la corrupción y la impunidad. Una de ellas desmantelada en Guatemala y la otra aún vigente en El Salvador. En Guatemala dicha comisión, reconocida por sus siglas CICIG, puso a temblar a varios de los grupos más añejos del “jet set criollo”. En general ellos incluyen a conglomerados que se han beneficiado de condiciones rentistas que -como ocurre en muchas sociedades disfuncionales- han utilizado las palancas del Estado para forjar y fortalecer fortunas.
Esos grupos se sintieron aliviados cuando declarándose “víctimas de la CICIG” y mediante procesos asépticamente legales, pudieron desbaratar tal institución. Fue evidente que, en todo esto y para tal efecto, la cooperación del congreso de Guatemala fue de lo más efectivo. Se logró consenso entre grupos de poder, en el denominado “pacto de corruptos”.
Esta dinámica y desenlace hubiera sido más difícil de concretarse si un gobierno demócrata hubiese estado al frente de Washington. Trump, tal y como lo está demostrando hasta las últimas horas de su campaña, apela al radicalismo de su mercado político cautivo. Angustiosamente requiere de los votos de La Florida. Por ello apela -ahora sí sin insultos- a los latinos extremos de ese estado, integrantes de rancias curtiembres y tendencias.
En El Salvador, la CICIES -creada el 6 de septiembre de 2019- sigue evitando encallar en los arrecifes de la política salvadoreña, mientras espera que vientos favorables desde Estados Unidos y Naciones Unidas, le brinden el oxígeno y los recursos que requiere.
Latinoamérica no puede aspirar a tener, en todo caso, un papel protagónico en la agenda de Washington. No ha sido región prioritaria incluso desde que George Kennan (1904-2005) -el arquitecto de la política exterior estadounidense luego de la II Guerra Mundial- delineara las medidas de contención de la amenaza soviética.
A partir de ello se enraizaron las tendencias que favorecían la inversión en Europa Occidental, en un repliegue de Latinoamérica como región prioritaria, y en promoción entusiasta de inversión y fortalecimiento de mercados en Asia: Japón, Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur. Documentación suficiente para estas inferencias puede encontrarse en obras del propio Kennan: “Memorias 1925-1950” (1967) y “Las Fuentes del Comportamiento Soviético” (1947).
Otra sería la situación si América Latina y el Caribe estuviesen unidos o al menos coordinados entre los países que la conforman. Seríamos la cuarta economía del mundo, algo semejante a Alemania. Seríamos un actor de clase mundial. Estando como estamos, las cuentas no nos cuadran por ningún lado. Estando como estamos, triste es reconocerlo, los países más desarrollados ni nos escuchan, ni nos esperan, ni nos necesitan.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario
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