Existe actualmente la sensación de que muchas cosas no están bien. La gente no vive contenta casi nunca. Se respira en variados los ámbitos un aire de intranquilidad y hasta de incomodidad. Se repite con mucha frecuencia: “hay que ver qué pasa”, aunque no está claro de qué se trata y ni a qué se refiere la afirmación. Aparentemente el nerviosismo de las personas en general se refiere a los afanes y atafagos del diario vivir. Pero en realidad el asunto es más de fondo. Y descansa sobre una gran desilusión, pues desde hace mucho tiempo nos vienen diciendo que el mundo estará mejor, que somos más libres, que la personalidad se desarrolla a voluntad, que tenemos derechos infinitos y que nada ni nadie nos puede decir lo que tenemos que hacer. ¡Pero qué distancia tan abismal entre este catálogo de palabras y promesas y la realidad en su crudeza cotidiana!
En estas situaciones suele ser de uso común la figura del chivo expiatorio. Cuando no se sabe con certeza qué es lo que pasa, a qué se debe el malestar ni cómo solucionarlo, las personas y las sociedades crean unos falsos culpables y les endosan todos los males. Pero siempre el chivo expiatorio sacrificado no hace sino aplazar la búsqueda del verdadero culpable o, si se quiere, de la razón que inquieta, que perturba, que tiene desvelada a tanta gente. ¿Y alguien sabe a ciencia cierta qué tiene a las personas hoy tan descontentas, tan temerosas, tan desconfiadas del futuro? Existe la tentación de la respuesta emotiva, no pensada, quizás rabiosa. Sin embargo, todo parece indicar que hay un conjunto de causas para este malestar generalizado, o en palabras más usuales, “el sistema” que no parece estar funcionando.
Y, sin embargo, tampoco el famoso sistema parece ser tan culpable. Me inclino a pensar a que el descontento que hay en tanta gente y que cada vez se deja sentir con más fuerza viene de la carencia de un punto articulador de toda la vida. No hay eje que se encargue de que la existencia marche acompasada y con dirección definida.
Demasiadas personas carecen de brújula existencial y viven, diría San Pablo, “llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina”, y así no hay nada seguro ni duradero. Alguna vez se hablaba de cristianos viejos, gente con raíces profundas en su fe y de ella derivaba su vida con una dirección clara y sin titubeos profundos. A punta de tanta novedad parece que hemos perdido mucho el rumbo de la vida. Y, claro, pues así cualquiera vive preocupado.