ALBERTO ABELLO | El Nuevo Siglo
Domingo, 13 de Noviembre de 2011

La democracia cautiva (I)

En el análisis de la crisis conservadora respetables voces  sostienen que para mejorar las condiciones electorales del partido y su posibilidad de llegar al poder, éste se debe reorganizar, atraer a los más jóvenes de ambos sexos y el pueblo, algo elemental.  Otros sugieren el cambio estructural, modificar los estatutos, abrir las compuertas de la dirección a elementos que no necesariamente sean congresistas. Un partido convertido en exclusivo club de congresistas se reduce a la maquinaria electoral, pierde contacto con las masas. La ley de hierro partidista bloquea la renovación y la apertura, la defensa de personalísimos y comprensibles  intereses reeleccionistas va como gangrenando los vasos sanguíneos de su naturaleza. 

No  faltan los timoratos y conformistas  que apuestan a dejar las cosas como están y seguir como una agrupación política estribo y apéndice de las fuerzas ganadoras que con otro signo aparecen en el firmamento político. Estas posturas, junto con la de aquellos que claman por no hacer nada distinto a seguir de consuetas del gobierno de turno y de las fuerzas locales de distinta tendencia que predominan en las alcaldías y gobernaciones, en sana lógica son defendibles así en conjunto  no sean siempre  convenientes para la salud de una agrupación con ganas de llegar al poder. Más si se trata de devolverle al conservatismo  la majestad e importancia perdida en la opinión y la realidad política del país.

Esas sugestiones, críticas y comentarios que afloran después de las elecciones suelen tener vida corta al faltar una vigorosa voluntad constante que las impulse. El hecho real es que nuevas agrupaciones políticas aparecen para disputar el poder regional y local, que consiguen cambiar dramáticamente sus gobiernos en una puja por el dominio oficial y presupuestal, que muy poco tiene que ver con temas ideológicos o de ideas. Mientras que el poder presidencial se fortalece.

En Colombia tenemos hoy dos poderes decisivos sobre los que descansa el sistema; el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial, relegado el Poder Legislativo a un segundo plano. Ese cuadro no es el que concibe el conde de Montesquieu, del equilibrio de poderes para que funcione la democracia... Perniciosa situación que atenta contra el  sistema.

En contraste, observamos que se avanza a un superpoder presidencial arrollador y  sin antecedentes, con las nuevas entidades dependientes de la Casa de Nariño. Mientras, paralelamente, la magistratura saca ventaja para acrecentar su poder. Y poco importa que en el Congreso se les ocurra darle dientes al Consejo de Judicatura para juzgar a los magistrados de la Corte Constitucional u otras cortes; tal iniciativa  se cae cuando pase por el cuello de botella de esa institución, que contribuye como ninguna a reducir dramáticamente el poder del Congreso, es decir, de la Nación; cuando cinco magistrados tienen el desmesurado y colosal poder de revocar las leyes aprobadas por los representantes del pueblo y avaladas por el Ejecutivo. En un sistema presidencialista tal desmesura degenera en una democracia cautiva. El conservatismo y las fuerzas afines debieran ocuparse ante todo por repensar un Estado eficaz y posible para liberar la democracia.