Ningún país del continente escapa a la corrupción, anualmente miles de billones de dólares se pierden por mala ejecución de contratos, sobornos, aportes ilícitos a campañas políticas, compra de conciencias. Según Voltaire “quienes creen que el dinero lo hace todo, terminan haciendo todo por dinero,” la única meta es el provecho personal sin consideración moral o ideológica.
En Colombia se estima que el costo de la corrupción es de cerca del 1 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) por año, cada vez aparecen más nombres de figuras públicas vinculadas con sobornos, impresiona la actividad de parte del sector privado en el proceso de realizar operaciones de lucro indebido, sin embargo se destaca el avance de investigaciones. En cuanto a Perú sorprende saber que fueron veinte millones de dólares los entregados por Odebrechet al ex presidente Alejandro Toledo, quien inicialmente había pedido treinta y cinco para favorecer contratos con dicha empresa, la cual encontró en los seguros un método para desviar fondos, por ejemplo, al menos con dos pólizas del poliducto Pascuales de Cuenca y el trasvase Daule Vinces que suscritas con una aseguradora nacional, pasadas luego a Barbados y cedidas finalmente a una financiera panameña alimentadora de cuentas para coimas. Uruguay y Chile son percibidos como los países latinoamericanos menos corruptos mientras que Venezuela, Nicaragua y Haití se consideran muy impactados por el flagelo, triste enterarnos de que en México y Paraguay la corrupción crece.
Es notoria la debilidad de las instituciones democráticas en América Latina se celebran elecciones e integran congresos, existen ramas judiciales, pero las instituciones son frágiles, sujetas a manipulación, la corrupción golpea, no desaparece por decreto, se encuentra unida al clientelismo y al narcotráfico. Identificamos un problema no inherente solamente a un Estado sino regional, el tema merece análisis conjunto y por separado, malo ocultar la situación.
El descaecimiento de los partidos, la perdida de la ética, las contradicciones en la adopción de medidas, los denominados “choques de trenes” institucionales, complican el panorama. Es cierto que los sobornos y el tráfico de influencias no nacieron ayer, que el investigador egipcio Ahmad Saleh descifró la inscripción de un papiro en el cual se cuenta que un funcionario de Tebas, Peser, en tiempos del Faraón Ramsés IX dirigía una banda de saqueadores de tumbas y que al final de un proceso penal ni el delincuente ni los funcionarios públicos socios fueron condenados, la reminiscencia contrasta con aciertos del presente en la lucha contra la corrupción de varios Estados, lástima que mientras en Singapur, con educación, mérito y compromiso, para no citar sino un caso, el fenómeno se halla prácticamente desarticulado, en nuestras naciones continúa incrustado.