Comprender el amor como fuerza, como el poder que da vida a todo lo que existe, nos coloca en un lugar diferente ante la existencia pues se nos amplía la consciencia, nos damos cuenta de que estamos buscando afuera eso que ya somos: es como si el agua, sedienta y sin darse cuenta de lo que es, buscara desesperadamente agua para beber. No solo estamos hechos de amor, sino que somos amor. Para reconocer esta premisa fundamental necesitamos desenmarcarnos de la concepción del amor únicamente como una emoción, pues es mucho más que una eso, es la vida misma. Quienes tenemos una apuesta espiritual, enmarcada en alguna religión o no, podemos reconocer la fuerza de ese amor y la experimentamos no solo como una realidad ontológica sino como una vivencia cuántica. Las ciencias de frontera y la espiritualidad se tocan, dialogan y complementan.
Saber que “yo soy amor” le da una perspectiva distinta a la vida, al igual que reconocer que todo es energía, luz que se comporta como onda o partícula. Desde la física cuántica sabemos que los átomos tienen espacios entre los electrones, que existe un vacío cuántico en toda la materia. Dado que somos materia, esos vacíos cuánticos están en nuestros órganos, en cada uno de nuestros sistemas -que se comportan como partículas- y también en nuestros pensamientos -que se comportan como onda-. Entonces, surge una pregunta fundamental: ¿De qué estamos llenando esos vacíos cuánticos? Cabe anotar que tales espacios se llenan tengamos o no consciencia de que existen, pues son reales más allá del conocimiento que haya sobre ellos. De lo que llenemos esos espacios depende el orden o el caos que tengamos en nuestras vidas, pues los podemos llenar de miedo, resentimiento, rabia, ansiedad, sufrimiento o de gratitud, reconciliación, confianza, serenidad y gozo. Cada instante de nuestra vida estamos vibrando en las frecuencias del amor o lo estamos negando.
El amor no se va nunca de nuestras vidas, ¡pues somos amor! Lo que ocurre es que muchas veces lo dejamos de reconocer o incluso lo negamos; jugamos a ser pequeños, a no activar nuestra fuerza, esa que ya nos ha sido dada. Nos enredamos en la victimización, que aunque sea real siempre tiene salidas que podemos construir. Nos perdemos juzgando a los demás, apasionándonos por defender verdades que no son nuestras. Nos extraviamos culpando a otros o culpándonos a nosotros mismos. Todo ello hace que neguemos el amor, ese que somos, que se manifiesta en el pulso vital, el brillo de los ojos, el crecimiento de los niños y también en el momento de la muerte.
Podemos, ya, conectarnos con ese amor, desocupar nuestros vacíos cuánticos de todo lo que les es ajeno, resolviendo eso que nos enferma: miedos, rabias, sufrimientos, frustraciones y resentimientos que ocupan nuestra mente. La acción amorosa con nosotros mismos es la primera que merecemos. En la medida que la desarrollemos entraremos en conexión sincrónica con otros que también se amen. Nos espera un gran camino de consciencia.