Cada doce de octubre revivimos la polémica sobre la llegada de españoles, portugueses y demás europeos a lo que hoy llamamos América. Lo que vino después ha sido contado por las historias oficiales: la evangelización como modelo a seguir, la herencia de la lengua española y las dinámicas culturales, sociales, políticas y económicas que desarrollaron a partir de ello. Otras historias han tenido que ser reconstruidas para que las conozcamos, como el exterminio de la mayoría de los pueblos ancestrales; la imposición de las lenguas europeas sobre las aborígenes, así como la implantación -a sangre y fuego- del catolicismo; la suplantación de los modelos de gobierno nativos por los importados de Europa, el desplazamiento de los indígenas sobrevivientes a lugares alejados de los fértiles valles y la importación como mercancía de millones de africanos.
Juzgar la historia a la luz de lo que conocemos hoy resulta ligero. La humanidad es fruto de todo cuanto ha pasado, lo que consideramos bueno y lo que no; cada ser humano es resultado de sus ancestros; cada persona, sea genéticamente más o menos mezclada, trae consigo una herencia como punto de partida. Nos podemos quedar renegando de la historia o podemos transformarla. Claro, tener la más amplia consciencia posible de lo que ha ocurrido nos da comprensión sobre el presente; sin embargo, necesitamos ir más allá de los juicios. Requerimos llegar a la honra, al reconocimiento e integración de las experiencias vitales que hoy nos permiten estar aquí. Honrar a los indígenas, los amorosos y los violentos, que también los hubo. Honrar a los europeos, los violentos y los amorosos, que también los hubo; a los africanos, con sus luces y sus sombras. De lo contrario, estaríamos negando lo que somos, de lo que estamos hechos.
Claro que los europeos cometieron atrocidades. Su historia estuvo también plagada de invasiones, guerras, imposiciones; quienes llegaron hace más de quinientos años también arrastraban herencias de dolor, sufrimiento, alegría, éxito y fracaso. Muchos de los africanos que llegaron ya eran esclavos en sus territorios, traían ya las huellas de la guerra. Los nativos americanos también habían vivido matanzas y combates, como los ocurridos entre mixtecos y zapotecos en el actual México, así como muchas otras que aún desconocemos. A su vez, tenían legados ancestrales de quienes llegaron de Asia y Polinesia. Si continuamos viajando hacia atrás nos encontramos con los primeros seres humanos y podemos reconocer que tenesmos vivencias comunes, muy similares, que no ha existido ninguna cultura perfecta pero que cada nueva civilización ha sido más avanzada que la anterior.
Los seres humanos seguimos en proceso: toda la historia anterior ha sido necesaria para nuestro desarrollo actual. La invitación es a honrar ese recorrido, sin juicios pero sí con comprensiones integradoras, con mirada compasiva e intención transformadora. Necesitamos aquí y ahora asumirnos como co-creadores de nuestro destino, con base en las experiencias del pasado. Las de hombres y mujeres quienes -con sus aciertos y yerros, exclusiones, negaciones, integraciones y visiones de mundo- son nuestros ancestros.