“Sacatepéquez estás en el corazón y las oraciones”
Caminas por las calles adoquinadas de Santiago de los Caballeros hasta llegar a las casonas de Santo Domingo.
Te quedas contemplando la escultura del apóstol que al grito de “Cierra España” afianzó en la península los valores de la cristiandad.
Luego recorres el túnel, los jardines y las ruinas que, probablemente, sobrevivieron al desastre de hace tantos, pero tantos años.
Y te encuentras en las paredes con el escudo de armas: arriba, el santo en su caballo, armado de la cruz y de la espada.
Abajo, el Volcán de Agua, aquel que, entonces, anegó la población y obligó al traslado de la capital hacia donde hoy florece la pujante Ciudad de Guatemala.
Sigues por el camino empedrado y degustas, a sorbos muy cortos, el mejor ron del planeta, de caña pura, solera, treinta años en barricas de cognac, y cruzas el arco de Santa Catarina para deleitarte en las calzadas con los tenderetes donde pululan los quetzales de jade, las pirámides de Tical en verde intenso, las acuarelas que te recuerdan al lago de Atitlán, corona de mil sueños reunidos.
Y luego, estremecido, evocas las lecciones medievales en la Universidad de San Carlos, la salmantina, con ese claustro que tan familiar te resulta y del que, entre ruinas, brotan de repente los tunantes con sus antorchas y panderetas.
Luego te descuelgas a la plaza y te dejas acunar por las carrozas de aquel tiempo, el trueno de los arcabuceros y la brisa que se cuela entre las decenas de arcos del Palacio de los Reales Capitanes, la Real Audiencia, la Capitanía General, durante 200 años sede del gobierno de toda la América Central.
Y así, antes de irte, reposas un poco en la posada de don Rodrigo, mientras te deleitas con la historia del fantasma de la medianoche haciendo resonar sus espadas entre el solar y el refectorio.
Es entonces cuando revisas en la pantalla el álbum de fotografías y te encuentras con esa imagen del Volcán de Fuego que tomaste desde Cayalá, con la débil columna de humo, fumarola a punto de convertirse en ríos de lava, fango y cenizas para devorar, minutos más tarde, cuando ya estás en el avión, buena parte de tu querido Sacatepéquez.
Sacatepéquez que ahora llevas para siempre en tu corazón. Y en tus oraciones.