Cabe preguntarse si la humanidad aprende algo de sus errores, incluyendo los más graves y atroces. A veces se puede pensar que sí. Desde hace un tiempo no muy largo, pero ya visible, se escucha a quienes han cometido delitos o acciones abominables, pidiendo perdón. Podemos creer que muchos lo piden sinceramente, a sabiendas de que esto no los libera de la culpa ni del castigo, pero ayuda a sanar en algo el corazón de los ofendidos y también su propia alma. No es de poco valor esta actitud pues posibilita que la vida, no obstante las graves equivocaciones, pueda continuar, no igual que antes, pero sí con luz y esperanza. Ciertamente este es un aprendizaje con dolor, pero aprendizaje, al fin y al cabo.
Es interesante notar que en este escenario de pedir perdón han desfilado y lo siguen haciendo realidades humanas muy diversas. En efecto, hemos escuchado pedir perdón a delincuentes que parecían no tener conciencia, a personas que se presentaban como nacidas para degradar la condición humana, a seres que estaban llamados a cuidar a la humanidad y terminaron devorándosela. Y hemos contemplado en esa tarima del perdón a instituciones que han aprendido a confesarse como imperfectas y portadoras también, muy a su pesar, de las debilidades de la condición humana: Estados, iglesias, fuerzas armadas, instituciones educativas, colectivos, empresas, establecimientos comerciales, etc. Realmente es bueno que esto pase, o sea, que personas e instituciones aprendan a reconocer sus errores, pidan perdón y asuman sus consecuencias.
Pero el perdón pedido es una especie de círculo que debe ser cerrado con el perdón dado. Y aquí es donde el aprendizaje es todavía más doloroso. Cuando este se da, se cierra el camino a la venganza, a la ley del talión, al linchamiento. Es como si la humanidad cayera en cuenta, con un inmenso esfuerzo, que su potencia está precisamente en esta capacidad de no ceder a las violencias irracionales, por justificadas que parezcan, ni dejar que el odio sea la regla de vida. Bien vale la pena trazar el círculo completo.
Nuestro Señor, clavado injustamente en la cruz, sometido al escarnio como el más vil de los malhechores, empleó sus restos espirituales para perdonar a sus verdugos y para ofrecer cielo a un hombre arrepentido que pendía a su lado. Estos son los cielos nuevos y la tierra nueva de los que nos habla la Escritura. Y es la prueba más visible de que ni siquiera el haber dado muerte a Dios es imperdonable.