Históricamente el ser humano ha tenido una morbosa obsesión con los peores criminales y sus crímenes. Un ejemplo de ello es toda la tinta, investigaciones y suposiciones que han corrido sobre asesinos como Elizabeth Báthory, (la condesa sangrienta), nacida en 1560, en el seno de una de las familias más prominentes de Hungría, y sobrina del Rey de Polonia, quien asesinó, violenta y aberrantemente, a cerca de 650 niñas.
Igual sucede con los crímenes de “Jack, el destripador de Londres”, ocurridos a mediados del Siglo XIX; sobre quien se han filmado no sé cuántas películas y escritos decenas de libros, y sobre muchísimos otros personajes monstruosos, que han dejado su sangrienta huella en la historia de la humanidad.
Por eso no es de extrañar que a medida que las comunicaciones se han ido convirtiendo en más rápidas y accesibles mundialmente, también ha ido aumentando la adicción u obsesión por conocer sobre estos degenerados, verdaderos enfermos mentales, sus vidas y sus atrocidades.
En pleno Siglo XX, se fueron acumulando casos como la macabra historia de los crímenes de Charles Manson, quien, aún después de su condena y encarcelamiento, contó con cientos de fanáticos seguidores y admiradores.
Para los colombianos es doloroso ver que el personaje más famoso que tenemos es, nada menos que, el narcotraficante Pablo Escobar, reconocido no solo por los miles que mandó a asesinar, sino por su abrumadora crueldad.
Sobre él, ignominiosamente, se han escrito más libros y filmado más series de televisión y documentales que sobre cualquiera de los valientes héroes de nuestra independencia o sobre nuestro Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.
Hoy, cualquier criminal adquiere fama mundial en segundos filmando sus crímenes, con un simple celular, y retrasmitiéndolos en directo, tal como aterradoramente lo hizo, hace unos días, un tal Breton Tarrant, neozelandés de 28 años, identificado como extremista anti musulmán, quien entró armado a dos mezquitas de Christchurch, y abrió fuego contra más de 300 musulmanes reunidos allí en la oración del viernes. Sin compasión asesinó a 50 personas e hirió a muchos más, mientras retrasmitía su crimen, en directo por las redes sociales (Twitter, Facebook y YouTube) gracias a una cámara que llevaba pegada a un casco en su cabeza.
Tarrant gravó con anterioridad declaraciones dónde asegura haberse inspirado en Anders Behring Breivik, el noruego que en 2011 mató a 77 personas en Oslo y en la isla de Utoya y en Dylann Roof, culpable de la matanza en una iglesia de Charleston, en 2015, que pretendía causar una guerra racial en Estados Unidos.
Días después, la policía logró detener en Milán, a un italiano de origen senegalés, que pretendía incendiar un bus con 51 niños adentro, para vengar a los chiquillos que mueren ahogados en el Mediterráneo tratando de inmigrar a Italia. Logrando convertirse en “tendencia” y adquirir fama instantánea.
Los medios y las redes deben detener ya esta peligrosa tendencia de endiosar a los asesinos. Es indispensable bloquear la distribución de información sobre estos crímenes y sus perpetuadores, o cada día veremos en directo cometer peores crímenes a “ídolos desquiciados” hambrientos de sangre y fama.
El peor castigo para un criminal es que el mundo lo ignore, que sus crímenes jamás se mencionen en ningún medio, que nadie reconozca su nombre, y morir en una cárcel totalmente ignorado.