Hasta ahora somos una sociedad que habla mucho y hace poco. La solidaridad no logra instaurarse en el mundo para asegurar a todos, ya no sólo el pan de cada día, sino también servicios tan básicos y esenciales como el derecho a un trabajo decente, a una vivienda, a los servicios sanitarios, o a la misma educación. A mi juicio, son los Estados, con sus gobernantes al frente, los que tienen que tomar las medidas necesarias para proporcionar a las familias todos estos derechos esenciales, que ahí están, pero que no los ponemos en práctica. Se me ocurre pensar en la situación que viven muchos ciudadanos en países desarrollados, algunos sin un techo donde vivir, mientras otros lo poseen todo para sí, con la idea de seguir enriqueciéndose, en lugar de compartir.
Nos falta caridad y nos sobra soberbia. Sin embargo, derrochamos como si la vida se nos fuera a ir mañana mismo, y lo hacemos con tanto egoísmo, que nadie respeta a nadie, sobre todo si es indigente o está incapacitado, sino es útil o es frágil, como el niño que va a nacer, o si ya no tiene futuro, como el anciano. Un planeta que no es capaz de garantizar a sus moradores un ambiente distinto al de la selva, difícilmente va a tener posibilidades de concordia. Deberíamos reflexionar sobre esto, puesto que si el diálogo es fundamental, también las acciones de colaboración y cooperación, de inclusión y equidad, son trascendentes para esperanzarnos y que nadie se quede atrás.
Por desgracia, ante esta inhumanidad que cosechamos, mal podemos consolarnos. Ahora bien, la vida misma que se nos ha donado, nos exige a todos activar otro espíritu más dinámico, mediante un lenguaje más constructivo de esfuerzo conjunto. Sin duda, la humanidad debe volver a sus raíces, a tomar conciencia de que los bienes son para todos, no únicamente para los privilegiados, lo que requiere urgentemente, por parte de todos los gobiernos del mundo, otras prácticas más solidarias y cooperantes.
La familia humana, en su unidad y conjunción, tiene que introducir otros esquemas más humanitarios, más allá de esta desconcertante celeridad de trapicheos, donde el único que siempre gana es el próspero, o sea don dinero. Olvidamos que son las personas más vulnerables las que más auxilio necesitan. Sin duda, hay que fortalecer el capital humano sobre todo lo demás, no el capital adinerado; y, desde luego, promover la realidad de sus derechos y obligaciones. Por ello, las armas hemos de silenciarlas, e invertir mucho más eficazmente en una cultura humanizadora, totalmente distinta a esa educación sin alma que hemos sembrado y que aún se viene impartiendo por doquier entorno.
Lo importante no es que la economía crezca, sino que lo ciudadanía se solidarice y confluya en ese compromiso humanista, que reitera la protección hacia aquellas personas que no tienen lo necesario para vivir; porque nosotros en parte, los de este orbe favorecido, tampoco hemos salvaguardado sus medios de subsistencia.
Alcanzar el objetivo de Hambre Cero para 2030 está bien como propósito, pero no va a pasar de ahí, sino cambiamos este entorno dominador que sufrimos hoy. Se requieren de otros cultivos más versados y desprendidos. También de otro conocimiento más ético, quizás menos productivo, pero más redistributivo entre todos los individuos. Evidentemente, el futuro como familia humana va a ser nuestro en la medida que activemos la acción moral. O sea el corazón. Lástima que nos hayan educado hacia una cultura que nos deshumaniza y enfrenta, en vez de armonizarnos hacia ese bien colectivo mundial que nos engrandece y nos despoja de corazas.
*Escritor