Es hora de hacer recuentos de nuestros andares por la vida, para retomar el intento de hacer familia y reencontrarse en ese camino irrepetible, que es común para todos. Cuando se han destrozado los vínculos, el hogar deja de existir y se crea en la persona una carencia preocupante y dolorosa, que pesará como mil tormentos, pasándonos factura. Además, sin horizonte existencial cooperante, difícilmente vamos a poder dar continuidad al linaje y frenar esta deshumanización reinante que nos tritura internamente.
Ojalá repensemos la dirección y volvamos a ser una comunidad de personas unidas en el amor, lo que significa activar las alianzas, tanto físicas como espirituales, regenerando de este modo la genealogía del ser, o lo que es lo mismo, ese poema interminable viviente del que formamos parte, a modo de especie pensante, llamada a servir la verdad en el donarse, con la entrega sincera de sí mismo, que al final siempre resplandece a manera de antorcha que luce entre las tinieblas.
Quizás tengamos que reavivar el espíritu, rejuvenecernos en un consenso mundial que nos fraternice, activar el compromiso responsable de lo que uno realmente es, sin cerrar los ojos del corazón, y así poder alcanzar un sentido plenamente humano en nuestra historia viviente, que ha de reorientarse hacia la civilización del amor, sobre todo lo demás. De lo contrario, todo será destrucción, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho.
La confusión es una realidad que está ahí, con una crisis de conceptos verdaderamente temibles, que nos instan a renovar la conciencia y el compromiso de los individuos, habiten donde habiten, con los derechos humanos. Sin estas premisas universales e indivisibles, es imposible sentar las bases para la concordia e impulsar un desarrollo con justicia e igualdad para todos.
Conviene, en consecuencia, que la sociedad humana y en ella las familias, indaguen en una justa visión su plena realización existencial. Ya está bien de tantas contiendas sin sentido, que lo único que desencadenan es un aluvión de sufrimientos. Sólo hay que mirar y ver las personas necesitadas de apoyo psicosocial, porque son incapaces de superar el trauma por el que han pasado. La violencia es tremenda, tanto es así, que deberíamos ampliar los servicios humanitarios esenciales, incluida una red de espacios seguros, centrados en los supervivientes. Cada día, por cierto, hay más niños huérfanos de padres vivos. Por supuesto, todo el mundo parece lavarse las manos, incluidas la mayoría de las instituciones que carecen o tienen medidas insuficientes para proteger las vidas de sus ciudadanos, lo que significa también que falla la voluntad política y de inversión. Bajo este deprimente contexto, tampoco nos podemos hundir, es cuestión de modificar actitudes uno mismo, de tomar el propósito de enmienda, reconociéndonos arrepentidos de nuestras propias miserias humanas.
Sea como fuere, hay que desterrar del camino viviente esas fuerzas extrañas que nos intoxican y dividen. Sin duda, nos merecemos otros paisajes más armónicos, rehabilitados por la justicia y el buen hacer. Para ello, es preciso asegurar que todos nosotros, independientemente de la raza, la ascendencia, el origen, el fondo, el género, la religión u otra condición, podamos llevar una vida en dignidad e igualdad de oportunidades. Indudablemente, para esto tenemos que aliarnos en coalición con la evidencia de la fuerza moral, que es la que nos repone para no degenerarnos en la vileza de las maldades. En el “nosotros” de los padres, marido y mujer, es donde precisamente se despliega esa fibra desinteresada que siempre está en guardia, para ayudar a reconstruirnos de los tropezones vividos.