Las emociones pesan. El cuerpo aguanta no solo la masa física, sino también la carga emocional. Pero, hay límites.
Como somos una totalidad, lo que ocurre desde la piel -nuestro límite más evidente a la vista- hacia adentro tiene una dinámica permanente de interrelación. Hay emociones que nos alivianan y otras que nos recargan; no caigo en el lugar común de rotular a las emociones como negativas o positivas, pues esa clasificación nos lleva a creer que tenemos derecho a estar felices, pero no derecho a estar tristes, cuando esos dos estados emocionales son, ambos, profundamente ricos en aprendizajes y posibilidades de trascendencia. Con la alegría, la compasión, la gracia, nos llenamos de un peso temporal que se descarga en risa, abrazo, entrega. Con el dolor emocional, el miedo, el rencor, nos llenamos de un peso que permanece mientras no aprendamos el sentido final de lo que estamos viviendo. Todas esas emociones tienen un correlato físico, que se manifiesta en bienestar o malestar, salud o enfermedad.
Aprender a lidiar con las emociones es una tarea que nos acompaña toda la vida. A medida que crecemos en consciencia nos podemos dar cuenta cada vez con mayor facilidad de cuáles son los efectos físicos de las emociones en nosotros. Si bien hay correlaciones genéricas, finalmente es cada ser humano quien puede monitorearse a sí mismo, identificando lo que ocurre con su cuerpo con determinada emoción. Creo que todos vivimos lo que somos capaces de tramitar, que de algún manera estamos configurados para poder resolver los síntomas emocionales o físicos que experimentamos. En otras palabras, cada persona está habilitada para soportar su propio peso emocional, el que le permite desarrollar los aprendizajes vitales a los que se comprometió en ese contrato sagrado antes de encarnar, como una misión fundamental del alma. Sin embargo, a veces no parecen ser suficientes las cargas propias y nos ponemos la espalda algunas ajenas.
Cuando vamos por la vida jugando inconsciente o conscientemente a ser los salvadores de los demás, incluso de la humanidad entera, nos echamos a cuestas compromisos que no nos corresponden. Eso, que parece una gran muestra de generosidad, no es más que un deseo neurótico de ser reconocidos y aplaudidos, de ser amados e incluidos o simplemente de arreglar el mundo ajeno para que no nos perturbe. Esa sobrecarga tiene un efecto evidente en lo físico: una construcción de un piso requiere columnas delgadas, las precisas para enmarcar a las paredes y sostener el techo. Ese edificio es el cuerpo que somos, el perfecto para recibir nuestro peso emocional.
Al colocarnos encima las responsabilidades ajenas pueden ocurrir dos cosas: nos quebramos, pues la estructura soporta a uno y no a dos, o nos robustecemos para soportar más carga. Es ahí cuando engordamos, nos ensanchamos en un acto de supervivencia para no colapsar, con un costo gigante, no solo emocional sino también físico. ¿Y dónde está el amor? ¡En todo, pues es la mayor fuerza sostenedora que existe! El amor propio nos marca el límite de qué tanta carga soportar; la falta de amor propio no reconoce los límites y se sacrifica. Amor es apoyar a que cada quien sea responsable de sus propias cargas.