La crisis del pasado 26 de enero representó el mayor fracaso diplomático de la historia colombiana, por lo menos, desde la descertificación del expresidente Ernesto Samper, y posiblemente el peor de los últimos ciento veinte años. Al negarse a seguir un protocolo previamente acordado con el país más poderoso del mundo y provocar un conflicto personal con su presidente, Gustavo Petro puso a Colombia al borde de una guerra comercial sin precedentes y un aislamiento diplomático catastrófico. En lo comercial, los principales perjudicados habrían sido nuestros agricultores, incluyendo a los nobles cafeteros responsables por el 20% del café que consumen los estadounidenses, así como los floricultores que proveen dos terceras partes de sus importaciones de flores cortadas.
En lo migratorio, habríamos sufrido enormemente los cientos de miles de colombianos que residimos en los Estados Unidos o gozamos de lazos familiares y comerciales con este país. Se trata de una población honesta, trabajadora y ante todo responsable de representar lo mejor de nuestro país ante el mundo, un reto cada vez mayor ante las indignidades que produce regularmente nuestro nefasto mandatario. Se trata de una Colombia que votó por él en menos de un 20%, y que seguirá defendiendo a su país desde el exterior porque sueña con poder regresar a él en condiciones de plena libertad y prosperidad.
A Gustavo Petro no le importamos los colombianos en el exterior ni la dignidad de nuestro país. De lo contrario, no defendería al régimen chavista, cuyos matones marcaron las casas de los colombianos en Venezuela para demolerlas, y cuyos aviones incursionaron ilegalmente sobre nuestro territorio hace pocos días. Por ende, pareciera que la intención del presidente al provocar esta escaramuza comercial era medir fuerzas, tanto contra el gobierno de Donald Trump como contra la sociedad colombiana, para ver si era políticamente viable una ruptura diplomática plena con los Estados Unidos.
En el peor de los casos, podría haberse tratado de un intento de separación total del mundo libre y la integración sistemática de nuestro país al eje de Cuba, Venezuela y Nicaragua, como antesala a una toma ilegal del poder político del tipo que ya vimos en esas tres dictaduras. Con mayor probabilidad, Petro tenía pensado polarizar al electorado colombiano en contra de Trump, planteándose a sí mismo como la alternativa al “imperialismo yanqui” y asegurando un mayor margen de victoria para las elecciones del 2026, ya sea para sí mismo o para el Pacto Histórico.
Por fortuna, en cualquier escenario, el gobierno petrista terminó concluyendo que la ruptura con Estados Unidos habría sido políticamente inviable. Debemos enorgullecernos de la reacción inmediata de la sociedad colombiana, de los partidos y activistas de oposición que dieron la máxima alarma, de los alcaldes opositores que abogaron por los intereses de sus ciudadanos, y de los expresidentes que criticaron al jefe de estado desde la experiencia y la razón. Debemos celebrar que, ante la derrota visible de Petro en Colombia y su humillación en el mundo entero, el gobierno Trump haya accedido a levantar sus medidas contra los colombianos. Como trinó el representante cubano-estadounidense Carlos Antonio Giménez, en esta escaramuza terminamos ganando los colombianos, mientras que perdió nuestro presidente “lunático y socialista.”
Consciente de los peligros que siempre iba a representar el 2025 para Colombia con Gustavo Petro en el poder, quedo asombrado con su temeridad irresponsable pero aliviado de que haya fracasado en su intento de romper más de cien años de amistad con Washington. La República sobrevivirá y Colombia es más grande que su presidente.