Chingaza, el arrullo del viento | El Nuevo Siglo
Lunes, 20 de Enero de 2025

Tengo un vínculo vital con la montaña. Me encanta ir donde nacen los ríos e imaginar que voy a fluir hasta desembocar en el mar. Es algo difícil de explicar, un pequeño ritual que no tiene utilidad práctica, pero que llena de sentido mi existencia. Así empezó mi año, en el Parque Nacional Natural Chingaza; un sitio que todos deberían visitar.

Salimos de la casa entre la bruma del amanecer, en carro; recogimos al guía en el pueblo de La Calera y dos horas después atravesamos la entrada del parque. Jorge iba explicando cómo sería la travesía que íbamos a emprender. Nos habló de la antigua fábrica de cemento, de la mina de piedra caliza, de la historia del territorio, de los ecosistemas y de la biodiversidad que alberga Chingaza; de su papel crucial en el suministro de agua a más de diez millones de personas y del orgullo enorme que sentía por ese lugar. Cuando llegamos a la sede de Parque Nacionales Naturales, ya nos había contagiado su fascinación.

En la inducción aprendimos que las 76.000 hectáreas del parque abarcan varios ecosistemas en municipios de Cundinamarca y Meta, y albergan a más de 2.000 especies; algunas muy especiales, como el oso andino y el sapito arlequín. Chingaza es un santuario ecológico. Después de pasar la inspección para verificar que no ingresaran plásticos, continuamos el ascenso rumbo a Monterredondo. Allí se encuentra el albergue de Corpochingaza, la organización que coordina las visitas y que nos asignó a Jorge como guía-intérprete. Nuestro destino final era la laguna de Chingaza y aún nos faltaba una hora más de carretera.

Antes de llegar a la laguna bajamos varias veces del carro. Arriba, en el punto más alto, solo se oye el arrullo de viento y la sensación es increíble. A 3.600 metros, entre las nubes y los viejos frailejones, uno se abraza a la inmensidad y no quiere saber nada más. Pasamos por el sendero Libertad, un paraje que guarda la memoria del conflicto armado, y vimos el embalse de Chuza, cargado a la mitad. Así, fue fácil reconocer que el agua vale más que cualquier cosa que nuestra vanidad quiera comprar.

Al llegar, bordeamos la laguna y vimos el nacimiento del río Guatiquía. Caminamos con la esperanza de avistar algún oso, pero no fue posible; volvimos con la sola felicidad de haber visto huellas frescas. No teníamos cómo imaginar que en Monterredondo íbamos a cruzarnos con una familia de osos, husmeando por el campamento. No es común, contó Jorge, y entonces quise creer que era un presagio de cosas buenas por venir. No fue así. Una semana después, el fuego arrasaba con 140 hectáreas del parque. Todo indica que fue un incendio provocado, qué dolor. Encender fuego en ese sitio es, en cualquier caso, un acto criminal. Conocer los páramos, cuidarlos, escuchar el arrullo del viento y aprender a valorar la vida es urgente en Colombia. Tal vez así algún día, finalmente, empecemos todos a fluir hasta desembocar en el mar.

@tatianaduplat