El jueves 14 de mayo de 2009, quince días antes de mi regreso a la Patria luego de atender un cargo en Tierra Santa, tuve el privilegio de ver de cerca, en primera fila, gracias a mi carnet diplomático, a Benedicto XVI, único Pontífice que he podido ver en persona, pues justo cuando Juan Pablo II llegó a Colombia, en el 86, decidió la Cancillería mandarme a recibir un diplomado sobre Derecho del Mar en Halifax, Canadá, que dirigía y patrocinaba la señora Elizabeth Mann, para más veras hijas del afamado Nobel de Literatura alemán, de nombre Thomas. Las visitas de Pablo VI, en 1968, y la de Francisco, en el 2017, las “atendí virtualmente”.
La cita con Ratzinger tuvo lugar en inmediaciones de un concurrido Monte del Precipicio, en Nazaret, Norte de Israel, también conocido como el Monte de la Precipitación, famoso porque una multitud de incrédulos que no le copiaron a Jesucristo cuando les dijo que era el Mesías lo iban a tirar montaña abajo, pero él pasó por entre ellos y se les voló, como si nada. Milagro silencioso. Ese jueves había un sol intenso y mucho calor en la tierra nutricia de la Virgen María, donde se produjo la Anunciación, y todos los asistentes en coro gritábamos: “Benedicto, Benvenuto”. Les juro que antes de subir al altar donde iba a oficiar, al paso lento de su Papamóvil, Ratzinger me miró directamente con sus ojos de un azul infinito, como diciéndome algo así como “me acordaré de ti cuando yo esté en el Paraíso”, y su rostro afable se me quedó grabado en el fondo del alma.
En su gran homilía, Benedicto nos dejó un sensible mensaje, que nos toca: “Esta etapa de mi peregrinación llamará la atención de toda la Iglesia hacia esta ciudad de Nazaret, donde todos necesitamos volver para contemplar siempre de nuevo el silencio y el amor de la Sagrada Familia, modelo de toda vida familiar cristiana… pero esta ciudad ha experimentado tensiones que han dañado las relaciones entre las comunidades cristiana y musulmana; invito a las personas de buena voluntad a reparar el daño y que cada uno rechace el poder destructivo del odio y del prejuicio, que matan al alma humana antes que al cuerpo”.
El Papa Emérito acaba de llegar al Paraíso, porque su cuerpo ya estaba cansado y al momento de su renuncia, hace ya casi 10 años, no tenía alientos para lidiar con graves temas mundanos, esos mismos que yo intuía eran los motivos de contrición profunda de su antecesor cuando oraba con la cruz a cuestas por horas enteras antes de su transición: la infame práctica de los tribunales de la santa inquisición, en épocas de bárbaras naciones, la pederastia en la jerarquía de la Iglesia y la inmoralidad reinante en el Banco Vaticano. Trascendiendo estos penosos episodios, reafirmando nuestra fe, el enorme teólogo que nos dejó el último día del año, señaló: “Mientras la Iglesia siga existiendo todavía, mientras produzca grandes mártires y grandes creyentes, personas que ofrecen su vida como misioneros, como enfermeros, como educadores, demuestra de verdad que hay alguien que la sustenta”.
Post-it. Sólo dos días antes de Benedicto, el Rey Pelé también se fue al cielo. Dios los guarde en su Gloria Eterna.