Desde el primer quinquenio de los 90s hasta nuestros días, han desfilado ante nuestras miradas varios escándalos que bien pueden catalogarse como de mayúscula (y sofisticada) corrupción, tanto por las cuantiosas sumas de dinero que se han robado o desviado como por los personajes involucrados, empezando por expresidentes de la República, magistrados de altas cortes, congresistas, generales etc etc.
Han sido escándalos que, como una especie de catarsis por capítulos, han ido restando ostensiblemente legitimidad a los distintos poderes del Estado y, por ende, han afectado negativamente el respeto y acatamiento que deberían inspirar las instituciones estatales. Vienen a la mente casos como el proceso ocho mil, la llamada parapolítica, el carrusel de la contratación en Bogotá, el “cartel de la toga”, el caso Odebrecht por solo mencionar los que quizás han llenado más espacios en los medios de comunicación. Sería impreciso e injusto hablar de corrupción generalizada del Estado, pero las “manzanas podridas” han aumentado con el agravante de que incluyen a los más altos niveles de autoridad, conformándose así un ambiente de deslegitimación estatal que urge detener y reversar.
Ha habido acciones restauradoras del daño desde la Fiscalía y la Justicia Penal, desde la Procuraduría e incluso desde la Contraloría, pero han sido insuficientes, entre otras razones porque los niveles de impunidad siguen altos, lo cual ha impedido una disuasión más efectiva hacia los “delincuentes de cuello blanco”. Además, cuando los medios de comunicación informan al respecto con profesionalidad, promueven la sanción social. Pero el punto a destacar es que si no ha mermado la ocurrencia de los escándalos es porque no se ha llegado a las raíces del problema para encontrar soluciones más allá del aumento de penas o la no casa por cárcel para los funcionarios corruptos. A no dudarlo, los funcionarios públicos que delinquen tienen mayor responsabilidad social por sus faltas, en especial por el ejemplo que dan a las nuevas generaciones, y hay que sancionarlos drásticamente, pero ellos provienen de las mismas entrañas de nuestra sociedad que los elije o facilita su nombramiento, lo cual quiere decir que el problema es más amplio…, es cultural.
Pero la cultura se puede ir transformando con diferentes tipos de medidas que van desde la formación en las familias y en los distintos niveles educativos hasta decisiones de política pública nacional e internacional y, claro está, con ejecutorias efectivas de justicia disciplinaria y penal que le rompan el espinazo a la curva de los niveles de impunidad.
Y llegando a este punto caigamos en la cuenta de que a la curva de altos niveles de impunidad (falta de investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y condena de responsables) que se dio por las graves violaciones a los DD.HH. durante el conflicto armado, se le ha venido rompiendo el espinazo con la labor de la JEP que viene avanzando hacia los máximos responsables (legales e ilegales). Si el Estado colombiano no hubiese tenido sobre su alta dirigencia la “Espada de Damocles” que ha representado el haberse vinculado al Estatuto de Roma y la subsidiaria Corte Penal Internacional, es muy probable que no hubiera concebido, y menos incorporado la JEP y su estatuto en nuestro ordenamiento jurídico.
Ahora bien, dos aspectos tienen en común los escándalos de mayúscula corrupción que hemos tenido. Por una parte, las sanciones penales no han llegado a los máximos responsables y por otra todos o casi todos los procesos penales se han abierto o revivido por presión directa o indirecta ejercida desde medios de comunicación y/o autoridades de otros países, EE.UU. a la cabeza. Por esta razón estoy conformando un equipo de investigación académico para proponer oportuna e inicialmente a los Estados Iberoamericanos la creación de un Tribunal Anticorrupción Internacional que actúe de manera subsidiaria en los Estados que se vinculen.