“En el actuar compasivo está la clave”
A medida que vamos avanzando en la espiral de la consciencia nos damos cuenta de que vivimos lo que nos corresponde, que nada de lo que nos ha ocurrido, le llamemos bueno o malo, carece de sentido vital.
Esta afirmación es liberadora, pero no siempre queremos ser libres, puesto que implica asumir plenamente la responsabilidad de nuestras vidas. Sí, la libertad cuesta y no siempre estamos listos o dispuestos a sufragar los costos de soltar las ataduras a situaciones dolorosas del pasado o del presente. Sí, en el juego de la vida -un compuesto maravilloso de montaña rusa con carros chocones en el cual nos estrellamos unos con otros, bajamos, subimos y experimentamos todo tipo de emociones- nos han hecho daño y hemos hecho, con mayor o menor consciencia de ello. No se trata de justificar esas heridas mutuas, sino de comprender que detrás de ellas hay aprendizajes que nos podemos perder si nos quedamos en la dinámica de echar culpas o de inculparnos. La culpa paraliza, alimenta la rabia y nos aleja de la compasión, esa expresión máxima del amor que muchas veces ni alcanzamos a vislumbrar.
Nos equivocamos, acertamos, volvemos a errar y seguimos atinando: esa parece ser la danza existencial que todos bailamos con distintos pasos y diferentes ritmos. No hay manera de no danzar, pues entramos en movimiento desde el mismo instante de la concepción, a partir del cual heredamos y sentimos las luces y las sombras de nuestros ancestros. Pretender ser perfectos en esta etapa del camino es ilusorio; lo que sí podemos hacer es asumir nuestra responsabilidad para ser más conscientes cada día y relacionarnos más sanamente con nosotros mismos, con los otros y con todo cuanto nos rodea.
Cuando transformamos la culpa paralizante en hábil respuesta podemos ir superando paulatinamente las emociones que nos mantienen en una baja frecuencia vibracional. Sí, nos enfurece que nos vulneren; podemos sentir rabia con nosotros mismos cuando vulneramos a otros. Sentimos el dolor del daño, tanto el recibido como el causado. No todos los dolores y las rabias son iguales, no todos los vivimos de manera similar. Asimismo, cada persona los experimenta en formas distintas, por lo que es dado homogeneizar los trámites emocionales.
En el dolor y en la rabia, en el daño y en la reparación, estamos hermanados. Por ello, más que al juicio implacable -que yo he proferido y que muy probablemente usted que me lee también- estamos llamados a la compasión y a actuar desde ella: la invitación amorosa que nos hace la vida es a la compacción, la acción amorosa desde el reconocimiento de las otras personas como plenas en su propia humanidad, iguales a nosotros, jugadoras del mismo juego. Esta invitación no es sencilla de aceptar, pues quien nos ha hecho daño parece seguir permanentemente en nuestra mente replicando el daño, al igual que nosotros en sus mentes si hemos sido los generadores de algún perjuicio. Por ello perdonar es tan importante, tanto como pedir perdón. Por ello es clave empezar a soltar lo pasado, lo cual se dice fácil pero implica un gran esfuerzo físico, emocional, cognitivo y espiritual, un aprendizaje que refleja esa compasión en acción: la compacción.