Las comparaciones, odiosas, están tan arraigadas en nuestra cotidianidad que con frecuencia caemos en ellas.  A pesar de saber que cada persona es única e irrepetible seguimos estableciendo modelos a seguir como si estuviésemos condenados a cumplir los mismos libretos escritos por otros.  Continuaremos siendo medidos por raseros culturales creados a fuerza de costumbre; lo clave es que podamos evitarlo, que no nos dejemos matricular en cursos que no nos corresponden y que de igual manera no matriculemos a los demás.  Es preciso que distingamos entre tomar como ejemplo dinámicas que a otras personas o sociedades les han funcionado y que tales acciones o eventos se conviertan en cárceles autoimpuestas o impuestas por otros, que restringen nuestras propias posibilidades de ser, así como nuestros grados de libertad.  Uniformar los pensamientos, las emociones, los actos y los sentidos de trascendencia es un claro suicidio, individual y colectivo.

En el plano personal, compararnos con otros -por arriba o por abajo- desata neurosis de vanidad o envidia.  Cuando comprendemos que cada persona tiene una misión individual, un contrato sagrado que cumplir, suyo y de nadie más, las comparaciones se caen por su propio peso pues no tiene ningún sentido sentirse mejor o peor que otra persona por el hecho de hacer eso que corresponde, que es ineludible en forma trascendental.  Para el cumplimiento del cometido existencial cada persona trae consigo un kit básico, el más adecuado para cumplir a cabalidad el sentido último de la vida: su familia de origen, de padres casados o separados, monoparental, de crianza, de adopción…; el cuerpo que es, alto o bajo, flaco o delgado, con un color de piel u otro…; la cultura en la que se nació, el paisaje con el que se creció, las dificultades u oportunidades.  Cada una de esas variables, solo algunas de las muchas que nos enmarcan, representa las mejores condiciones para vivir y hacer los aprendizajes que corresponden en a cada quien en este tramo efímero de la existencia.  Envanecerse o envidiar es una pérdida de tiempo.

Como lo que ocurre en lo micro es reflejo de lo macro, y viceversa, tampoco amerita hacer comparaciones entre naciones, países, sus historias y sus desarrollos.  Cotejar el desarrollo cultural de Alemania con el del Vanuatu a fin de establecer cuál es mejor solo tiene sentido desde la lógica patriarcal, que cree superior al europeo por encima del resto del mundo.  Afirmar que la montaña más bella del mundo es tal o cual corresponde solo a un criterio subjetivo, de los ojos de quien mira.  Claro que tenemos derecho a esa subjetividad, pues es lo que nos hace únicos; a lo que no tenemos derecho es a imponerla atropellando al otro.  ¿Qué si es mejor Venezuela que Colombia o al contrario? Las preguntas absurdas conllevan respuestas absurdas.  Somos partes de un gran Todo, partes que igualmente conforman un todo, cada una con su historia, aprendizajes, retos y aspiraciones.  Dejarnos envolver en la lógica de la comparación no solo es odioso, sino inútil.