El 25 de diciembre era la fiesta del sol invicto, que siempre desaparecía al atardecer y renacía igual de esplendoroso al día siguiente. Ningún día más apropiado para celebrar el nacimiento de Cristo, la luz que nace de lo alto, el que se ha definido como la luz del mundo y el que ha anunciado que quien lo siga nunca caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Nada más apetecible para un ser humano que tener iluminada su existencia. Nada que produzca más paz que el poder ver el camino y así no tropezar con ningún obstáculo. La luz, emanada de Cristo, tiene su origen en su condición divina, en su misericordia infinita, en su palabra que no pasará jamás. Pero nada que irradie más luz que el acontecimiento de haber vencido pecado y muerte, es decir, de haber roto todas las cadenas que al hombre siempre lo hicieron vivir en oscuridad. Pero ahora no es así: santidad y resurrección son las dos grandes posibilidades de quien siga al nacido en Belén.
La contemplación del nacimiento de Cristo, cumplimiento de todas las promesas del Antiguo Testamento, la lectura de sus palabras, el conocimiento de sus prodigios, la admiración por su pasión, muerte y resurrección, conducen indefectiblemente a una confesión de fe: creo en Dios, creo en un solo Dios. Al lado de Jesús, de la obra y presencia de Dios en su ser, verdadero Dios y verdadero hombre, todo lo demás resulta tan pequeño y tan frágil, que lo más recomendable es tratar de asociarlo al Redentor del mundo para que tenga alguna consistencia. Un Dios encarnado es historia absolutamente inédita y sólo posibilitada por el amor inmenso del mismo Dios. El día que Dios se exilió de sí mismo, en el decir del Papa Francisco, es decir, cuando salió de su propio ser para convertirse en ser humano frágil, vulnerable, a nuestro humano alcance, el mundo se llenó de aquello que no tenía pero que sí necesitaba: la gracia, la vida de Dios, sin la cual el hombre y el mundo no son más que polvo en el infinito universo.
Pero insistamos en un efecto muy potente de la Encarnación del Hijo de Dios: la pequeñez de todos y todo lo demás. Nada ni nadie más es Dios. No es divina la naturaleza ni los animales; no lo es el ser más amado ni el más admirado. No tienen carácter divino la política ni el poder y tampoco el dinero y la riqueza. Ni siquiera nuestras posibles perfecciones. Lejos de ser divino está el universo con sus insondables misterios. Ni el arte más atractivo ni el artista más capaz, son dioses. El Estado no es Dios, tampoco las leyes y las constituciones -mucho menos las nuestras- y ni siquiera la ciencia con los prodigios alcanzados tiene una brizna de divina. Y dígase con toda claridad: nunca el mal es divino, como tampoco la tiranía y su autor, el tirano. ¡Qué contraste tan extraordinario entre esta lista de nuestras “grandezas” y la pequeña y “alevosa” presentación de Dios en aquel destartalado pesebre que, no obstante, se quedaría para siempre con el título de cuna del ¡niño Dios! No creo, pues, sino en un solo Dios; todo lo demás, todos los demás, somos cosa minúscula e insignificante, pero Él nos alza y hasta llega a morar en nosotros. Bienvenido este único Dios, hecho carne, por obra del Espíritu Santo. ¡Feliz navidad en Cristo a todos los hombres de buena voluntad!