“No quiero que a mi hija le enseñen a darse golpes de pecho”, sentenció la mamá cuando invitaron a su hija a una actividad religiosa. Acaso esta niña y su mamá representen bien una realidad que hoy es un poco aplastante para el país: nadie quiere reconocerse culpable de nada. Los revolucionarios matan por necesidad y no se sienten culpables de nada; los sicarios, matan por oficio y nadie se disculpa por “trabajar”; los corruptos roban por viveza y más que culpables se sienten unos grandes avispados; los que cobran intereses impagables se sienten astutos negociantes y nunca saqueadores. Y, así, por aquí nadie es culpable de nada, aunque el mal campee por doquier.
La sociedad colombiana ha venido convirtiéndose, y ya casi en sentido pleno lo es, en una comunidad humana sin sentido moral. Por eso es tan difícil que alguien se sienta responsable de nada en particular. La ley predominante es la del más fuerte. Y los más fuertes van copando las diferentes instancias de la sociedad para imponer su propia inmoralidad, lógicamente presentada con fachada de bien obrar. Pero el descuadre ético colombiano es de un tamaño abismal. Por eso a quienes aún creemos en que debe existir el sentido moral, nos escandaliza que no se castigue el asesinato, el secuestro, la corrupción, el asesinato de niños no nacidos, la destrucción de las familias, la devastación de la naturaleza, el robo, etc. No puede significar lo mismo hacer el bien que hacer el mal. Y el criterio para diferenciar lo sugiere la conciencia natural y lo hacen más claro nuestras matrices morales transmitidas por el pensamiento judeo-cristiano, que en nada contradicen la ley natural y tampoco la más honda fibra de la cultura colombiana.
Es inútil todo pacto social sin un sustrato moral que lo soporte. Resulta ser siempre un convenio que será roto a la menor oportunidad por el más fuerte. Mientras no estemos de acuerdo en unos mínimos morales no hay que hacerse ilusiones de un futuro realmente mejor. Y en esta base moral habrá de estar muy claro que se es culpable del mal que se hace y que ello debe traer consecuencias claras y rápidas, tanto a nivel individual como social. El sentido de la culpa ayuda a no traspasar la línea que separa bien y mal y quizás a reparar el mal hecho. Por si acaso a alguien todavía le queda la sensación de que no es culpable de nada, que “avive el seso y recuerde” la sentencia emitida desde la lejana Galilea: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.