Poco a poco, y casi sin darnos cuenta, se ha vuelto necesario que a muchísimas personas se les regale la comida. De lo contrario pasarán hambre. No en África, sino en Colombia. Datos recientes: en Cúcuta, la Diócesis, tiene un comedor para los migrantes de Venezuela que llegan a nuestro país en absoluto despojo; este comedor ya ha servido más de 300.000 raciones de comida. El Banco de Alimentos de la Arquidiócesis de Bogotá calcula que para el año 2021 deberá poder atender la seguridad alimentaria de 500.000 personas y en Colombia ya hay más de 20 de estos bancos. No conozco estadísticas sobre los cientos de fundaciones que tienen comedores para dar comida a los pobres y entre ellos, especialmente, a los niños y a los ancianos. Y el Estado, a través del saqueado programa de alimentación escolar, tiene que servir al día millones de raciones a niños y jóvenes. La conclusión salta a la vista: a miles de familias colombianas los ingresos no les alcanzan para comer o para comer bien.
Cuando se contempla este accionar estatal, eclesiástico y privado, lo primero que siempre se nos ocurre es elogiar al operador, al que sale física y concretamente a dar comida al hambriento. Mejor obra de misericordia y de justicia no la hay. Pero cuando se reflexiona sobre el por qué se hace necesario esta acción subsidiaria, no puede uno menos que quedar muy preocupado y desencantado de nuestra sociedad. Hay algo en la médula de nuestra construcción económica que no está funcionando y que tiende a perpetuarse. Es algo de la estructura que no permite que una inmensa mayoría de personas pueda respirar en paz al saber que con lo que hace, con su trabajo, podrá seguir su vida y la de su familia tranquilamente porque el dinero alcanza. Pero las cosas no son así para infinidad de personas.
Cuando los religiosos nos metemos a opinar de economía, de ministros de Hacienda para abajo nos mandan a freír patatas en la sacristía. Ellos viven de estadísticas, de curvas, de cuadritos de colores y de aplausos contratados. Lo mismo a las personas del “mercado”: les irrita sobremanera que alguien por fuera de su gremio les cuente que las cuentas sociales no cuadran. Pero así es y es urgente tomar el asunto del hambre en serio. Tampoco se trata de encontrar culpables, lapidarlos y gozarse en su sufrimiento. Se trata de pensar a fondo qué hay que hacer para que toda la gente pueda vivir de su trabajo y que la solidaridad alimenticia sea solo un recurso extraordinario y en algunas pocas ocasiones. Pero no se puede negar que el hambre constante es un pésimo signo de una construcción social que se precia de ser regida por el derecho, la justicia, la democracia. Hay cosas que en la situación actual no cuadran.
Debe existir un camino para que unos cuantos ganen un poco menos y muchos ganen un poco más. Se hace necesario impulsar este tipo de pensamientos que debe llevar a decisiones, si se quiere radicales, de modo que el dinero de la sociedad fluya más abundantemente para todos, no para unos pocos, aunque parezcan muchos. De vez en cuando es necesario meterse de aguafiestas y recordar que Colombia no es todavía un país rico y que no podemos desentendernos de los más pobres y en este caso de los hambrientos. De lo contrario van a comenzar a saquear supermercados…y después todo lo demás.