Varios resultados electorales que se han venido dando en occidente y en nuestras tierras tienen en común la sorpresa que produjeron en las capas de población más informadas en cuestiones de la política. No es sino recordar el Brexit y la elección de Trump, y en Colombia el resultado del plebiscito que buscaba legitimar las negociaciones con las Farc. Sin embargo, lo sorpresivo de los resultados es la expresión de algo más profundo: dichos eventos tienen en común el haber colocado en evidencia tendencias a la disgregación de las sociedades.
Rafael Alvira (Profesor emérito de la Universidad de Navarra) prologa el libro “Toqueville y su Tiempo: Elementos para su relectura”, de José Rodríguez (Profesor de la Universidad de la Sabana), escribiendo en un aparte lo siguiente:
“Respecto al crucial problema de la democracia actual, la posición de Rodríguez Iturbe es inequívoca: hay que salvarla… Pero salvarla significa que es preciso repensarla. Hace falta encontrar el modo de evitar lo que más temía Tocqueville, o sea que el nuevo sistema destruya la libertad, que es sin embargo su concepto básico, aunque su pasión básica -como tanto subraya el pensador normando- sea la igualdad, y a la vez dejar de lado la utopía igualitarista -que acaba en estatista y totalitaria- para entender la igualdad como justicia, atención al bien común y solidaridad… El problema es que, por primera vez, empieza a sospecharse que el paradigma democrático está llegando a su límite, y que por tanto se pide un cambio de paradigma”. En otras palabras, no estaríamos viviendo una crisis más de la democracia sino, quizás, un proceso que podría desembocar en un cambio de paradigma.
¿Qué hacer? ¿Tratar de armar una especie de aristocracia democrática moderna? ¿Volver al voto censitario de acuerdo al nivel de educación? ¿Limitar más los mecanismos de participación ciudadana? Cualquiera de estas medidas o similares serían consideradas “anatema” por llevarnos al pasado.
Sin embargo, el punto a destacar es que salvando la democracia se podría morigerar la tendencia a la disgregación mas no detenerla, pues la raíz del problema está en que nos hemos ido quedando sin un acervo de valores compartidos. Es que toda sociedad que aspire a mantenerse en la existencia y a superar la disgregación debe lograr un consenso básico de sus miembros en torno a unos valores fundamentales. Si falta ese acuerdo en lo esencial, no hay razones para continuar juntos y la convivencia se interrumpe, sea de modo pacífico o violento.
Alguien dirá ¿la democracia y los derechos humanos no constituyen parte de ese depósito de valores? La respuesta es que la primera más que un valor es un cúmulo de procedimientos. Y sobre los derechos humanos, como no están sólidamente fundamentados, buscamos, por ejemplo, el recurso al referendo para acordar algo que es de la entraña del sentido común: que el mejor ámbito para la educación de los niños es la familia constituida por un padre y una madre.