Todos los colombianos, particulares, políticos, funcionarios públicos, periodistas, profesionales independientes, etc., tenemos garantizado por la Constitución de la patria el derecho a la honra y al buen nombre. El sistema jurídico colombiano dispone de mecanismos que tutelan esos derechos de raigambre constitucional, como la obligación de rectificar, la acción de tutela, e incluso las conductas punibles de injuria y calumnia. Algunos de estos, más efectivos que otros cuando se atenta contra estos derechos, pero no por culpa del mecanismo, sino de los funcionarios llamados a hacerlos valer, que no les dan la importancia y la dimensión que poseen y no tienen en cuenta la grave afectación que la violación de estos derechos pueden tener en la órbita pública y privada de la persona humana, de su dignidad, la de su familia y todo su entorno laboral y social. Quién lo ha vivido lo sabe.
En nuestro país, desafortunadamente, los derechos al buen nombre y a la honra ciudadana se afectan a diario y se han creado una serie de paradigmas desacertados, como, por ejemplo, que está por encima de ellos la libertad de expresión o el derecho a la información. Nada más equivocado; la información y la libertad de expresión deben ejercerse con responsabilidad y sin afectar los derechos de los demás; eso de que los funcionarios públicos pueden ser vilipendiados, pues, como dijo un político extranjero, “si no les gustan los puños, que no se suban al rin” es otro desacierto y una gran equivocación. Nada justifica que se ataque y destruya la buena imagen de una persona, independientemente de la actividad que tenga, sin fundamento y con base en hechos irreales y no comprobados.
Por ello observamos conmovidos la trifulca armada el fin de semana que ha alborotado todas las redes sociales y los medios de comunicación. La razón no acompaña ni al uno ni al otro; ni al periodista ni al político. Ambos se equivocaron. El primero, por supuesto que se exageró con las referencias que hizo sobre el nombre de una menor recién nacida y se fue contra sus derechos constitucionales y el segundo; claro que se exageró en los calificativos y no es lo mismo tachar a alguien de “violador de menores” que de “violador de los derechos de los menores”. Son expresiones con alcances diferentes en el contexto jurídico, por más vueltas que se le dé al asunto. Ambas conductas son reprochables y no contribuyen con un debate sano, ni dan buen ejemplo a la sociedad colombiana. El Procurador General tercia en el debate y reclama ponderación y prudencia al político; debió también reclamarla del periodista, quien también se equivocó en materia grave.
Ojalá todos aprendamos de este episodio; los periodistas a no ofender sin pruebas y no escudarse en la libertad de prensa para denigrar de los demás y los políticos a respetar a los periodistas y su libertad de expresión, de la misma manera que exigen respeto para su persona.