Pocos intelectuales como Jean Jacques Rousseau han tenido una influencia educativa y socio-política tan amplia a lo largo de la elipse histórico-cultural de la modernidad, no tanto por la profundidad especulativa de sus obras sino por la presentación de una cosmovisión revolucionaria en lo que tenía de planteamiento de ruptura.
Lo cierto es que una buena parte de los mecanismos de control social actuales, se fundamentan en el desvarío roussoniano del buen salvaje o el “hombre bueno por naturaleza”. Idea esta proveniente de la sublimación del “niño” que se produjo en Rousseau tras haber abandonado a sus cinco vástagos en un hospicio. El punto es que su antropología se contrapone a la cristiana que nos presenta al hombre herido en su naturaleza por el pecado de origen, explicación primigenia del mal en el mundo. Por esto, al rechazar Rousseau el pecado original, tenía que explicar de alguna forma la maldad humana, lo cual resolvió afirmando que el mal estaba causado por la sociedad y, por ende, por la educación. Es este el argumento que vertebra su obra de El Emilio. Basta leerla y creérsela para empezar a desconfiar de cualquier tipo de autoridad.
El siempre exagerado relato del ginebrino cuestiona en tono dramático: “¿Quién sabe cuántos niños perecen víctimas de la extravagante discreción de un padre o un maestro?” y luego pasa a la acusación: “¿Por qué queréis llenar de amargura y de dolores esos años primeros que tan veloces pasarán para ellos y que ya para vosotros no pueden volver? Padres, (…) No deis motivo a nuevos llantos, privándolos de los cortos momentos que les dispensa la naturaleza…”. Es decir, al mejor estilo de las generalizaciones tan apreciadas por tantos políticos de izquierda, para Rousseau eran escasísimos los buenos padres y los buenos maestros, si es que los había. De ahí que la sociedad solo pudiera ser un ámbito con marcada tendencias a la corrupción y a la maldad. “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. Se difumina así el criterio de la responsabilidad personal.
Con textos semejantes, se germinaba lo que luego sería un tipo de (des)educación fundamentada en la subjetividad efímera de los niños y en su escurridizo sentido de la felicidad. Con otras palabras, la educación debía preservar la idealizada inocencia y deseo de los infantes. Como el propio Rousseau era consciente que tarde o temprano la voluntad del niño quedaría “viciada” por la sociedad, entonces preveía que la voluntad individual debía quedar sometida, y a la vez perfeccionada, por una libertad civil fruto de un misterioso Contrato Social. Quedaba así sintetizado el armazón teórico de lo que luego sería la rama de la democracia liberal que derivó en absolutismo democrático, y también de toda forma de totalitarismo.
Pocos autores como Alain de Benoist, han sabido expresar tan bien la síntesis teórica del totalitarismo que se manifiesta en la democracia roussoniana o en el comunismo leninista. En su obra Comunismo y Nazismo lo argumenta demostrando que tanto el comunismo como el liberalismo encuentran en Rousseau un antepasado teórico común, expresándolo con esta contundente afirmación: “sería más adecuado caracterizar los regímenes totalitarios como los que consagran no tanto la tiranía de unos pocos sobre muchos, sino la dominación de todos sobre cada uno”. Este “todos” puede adquirir múltiples formas: la soberanía popular (los derechos de un pueblo fruto de un pacto constitucional) la humanidad (humanitarismo de los derechos humanos). No obstante, el denominador común siempre es el mismo: lo que la sociedad (tradicional) “corrompe” ha de ser restaurado por la voluntad política de los que representan al “todo social”. Esta voluntad política ha de restaurar el estado de naturaleza perdido, sea el buen salvaje (corrompido por padres y maestros) o sea la bondad originaria de las sociedades comunistas, (pervertidas por el individualismo).