Las reacciones de grupos mayoritarios que ahora se están haciendo sentir con fuerza a nivel nacional indican algo muy claro: hay un país, la mayoría del mismo, que está harto de ser desconocido por unos grupos o élites que desde hace un par de décadas vienen golpeándolo sin cesar. Estos pequeños grupos han adoptado la inteligente estrategia de situarse en el gobierno, en las páginas y redes de opinión, en los asientos del poder legislativo y también en el judicial, para imponer sus ideas, hacerlas de uso obligatorio y amenazar con la ley a quien disienta de ellas. Cuando las mayorías les abrieron las puertas para su justo, adecuado y proporcionado reconocimiento, estas agrupaciones se sintieron dueñas de la nación y han sido muy agresivas con la sociedad colombiana.
En términos generales es necesario afirmar que estos colectivos han resuelto omitir cualquier referencia a la idiosincrasia de los colombianos, a sus valores más profundos, a sus estructuras más consolidadas. Se han convertido en unos jueces implacables que no ven sino estupidez en todo lo que ha constituido hasta ahora la vida nacional y pretenden que la inmensa mayoría sea llevada como cordero al matadero sin chistar palabra alguna.
Comienza a demostrarse que la pelea no les va a ser tan fácil. La nación colombiana respira hasta por los poros, por ejemplo, el sentido de familia, la necesidad, a pesar de todas nuestras fallas, de proteger a los niños de las cosas absurdas que a veces se nos ocurren a los adultos. Nuestra gente tiene los valores del cristianismo instalados en las fibras más profundas del alma y un sentido imborrable del deber ser de las cosas ante Dios. Esto, los grupos de poder político y mediático actual, lo odian y buscan aplastar como si fuera de plastilina. Es una pretensión, la más peligrosa de todas, pues es tocar una cuerda que vibra mucho en la colombianidad.
Nos hemos pasado de un extremo al otro. De unas épocas en que el país era monocromático por el poder de las mayorías en todos los órdenes, a un país que está siendo azotado por las desbordadas e inauditas pretensiones de unas élites o grupos de poder que se creen la última coca cola del desierto, muchas veces apoyadas por la ONU, quizás el gran colonizador de nuestra época (alguien se ha hecho la pregunta: ¿Quién es cada enviado de la ONU al país?). Conocemos gente que por equivocación se ha sentado encima de boas dormidas. Colombia puede ser esa creatura y su despertar no será imperceptible, aunque se quiera.