2022 fue un año interesante. Quizá demasiado. Como reza la antigua maldición china: “Que vivas en tiempos interesantes, que recibas las atenciones de los poderosos, y que se cumplan todos tus deseos”. Infortunados todos, en ese caso. Más desgraciados aún aquellos sobre quienes se ha cernido la negra sombra del interés de los poderosos: la de Putin sobre Ucrania, por ejemplo.
Pobres, aunque no sean conscientes de ello, los que hayan visto satisfechas sus ambiciones y, por cuenta suya, pobres los demás que habrán de sufrirlas. “Cuando los Dioses nos quieren castigar, escuchan nuestras plegarias”, dijo Wilde, que dijo tantas otras cosas.
Todo parece indicar que el año que comenzó será también interesante. En cuestiones de política internacional no cabe duda alguna. Tampoco en los asuntos internos de todas las naciones. Aunque haya quien diga, con algo de desdén y no poco cinismo, que siempre ha sido así: que todos los tiempos son interesantes para quienes viven en ellos. Magro y engañoso consuelo, porque a fin de cuentas nadie vive sino el tiempo que le ha sido dado vivir. Y porque, en cualquier caso, hay tiempos más interesantes que otros. Lo saben los historiadores y los “distoriadores” sí que se aprovechan de ello.
Ya habrá ocasión de ocuparse de lo que traiga consigo 2023. No tiene sentido apurar una copa que será forzoso beber. Lo entendió Sócrates, que se puso a aprender una nueva tonada para flauta mientras el verdugo preparaba la que sería su última cena.
Mejor, entonces, aprovechar estos días para desintoxicarse. Silenciar unas cuantas etiquetas y menciones en las redes sociales. Dejar que los boletines de noticias se acumulen en la bandeja de entrada (nada será más fácil -y gratificante- que borrarlos en masa la próxima semana, cuando sea forzoso volver a darles su (in)merecida atención cotidiana. Renunciar a consultar los pronósticos y augurios (sobre todo, los de los expertos): más pronto que tarde aparecerán, inexorablemente, cisnes negros y rinocerontes grises. Las casandras de turno reclamarán una vez más haber tenido siempre razón.
Mejor, entonces, atenerse a la sabia lección de Tomás de Kempis: “Por doquiera busqué la paz, sin hallarla más que en un rincón y con un libro” …
Uno que otro clásico, como las imperecederas Meditaciones de Marco Aurelio (¿qué mejor preparación para enfrentar lo que viene?).
Una que otra novela, de esas que conmueven y conmocionan: como Esta herida llena de peces, ópera prima de Lorena Salazar; o Temporal, del magistral Tomás González. O un clásico de la literatura colombiana, recientemente recobrado: Las estrellas son negras, del chocoano Arnoldo Palacios.
O La isla del árbol perdido, de Elif Shafak, para a moverse a otras latitudes y viajar en el tiempo, y vivir otras vidas, sin abandonar el rincón, como si se estuviera leyendo bajo la higuera que, de algún modo, la protagoniza.
Y en el mundo de hoy, plagado de nuevos fetiches, ensordecido con “una palabrería que solo a duras penas puede ocultar un gran vacío espiritual”, la Introducción al cristianismo de Benedicto XVI, a modo de oportuno y necesario tributo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales