DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 28 de Diciembre de 2012

Laura y Marianito

 

La  noticia sobre la canonización de la madre Laura llega en un momento extraordinariamente oportuno, cuyas proyecciones no se visibilizan en medio del atolondramiento habitual de los finales de año.

La confirmación formal del milagro, la curación del médico Carlos Eduardo Restrepo, que cumple el requisito final para canonizar a la nueva santa, trae un claro mensaje de esperanza para una nación apesadumbrada por una cadena de desengaños. Le recuerda lo difícil que resulta avanzar por la vida, individual o colectivamente, con la mirada clavada  en el suelo, buscando dónde pisar en firme,  asechada por todos los lados por peligros que no dejan respiro, sin que el acoso de los problemas permita mirar más allá del paso siguiente o pensar más allá del día que viene.

El reconocimiento del Vaticano nos recuerda que no toda nuestra vida como personas y como país está en la Tierra y que, si bien en ella  se trazan los senderos, la inspiración y la fuerza para recorrerlos está arriba. Por eso hay que levantar la vista, mirar al cielo y recordar que somos materia y espíritu, que el ser humano necesita la ayuda de Dios para identificar y cumplir su misión entre los hombres. Eso hizo la madre Laura, desde que inició su labor de maestra misionera con los indígenas catíos, precisamente en el Urabá, una de las zonas más inhóspitas del país.

La madre Laura es un ejemplo de cómo pueden combinarse la fe y la entrega a Dios con la acción permanente en favor de las personas que nos rodean. Une la oración con la acción y siembra espiritualidad para que florezca su obra, emprendida con tenacidad que hace aparecer minúsculas las dificultades que supera.

Supo llevar su vida  con sencillez que hace aun más meritoria su obra y nos recuerda que la santidad está al alcance de todos los que se decidan a seguir el camino recto, con amor a Dios y respeto por sus criaturas. No es algo reservado a los santos tradicionales que nos miran desde los altares, con rostro hierático, enfundados en esculturas de mármol o estatuas de madera rígida. No requiere acciones espectacularmente heroicas, ni ganar batallas ni perecer devorados por los leones en un circo romano. No necesita un escenario majestuoso, en el cual moverse con una corona en la cabeza y un cetro en la mano. No exige ser Papa u Obispo. Solo es preciso entregarse a Dios sin reservas y cumplir con fidelidad su voluntad en el entorno propio, que bien puede ser el suburbio de Calcuta para una monja albanesa o las montañas de Antioquia para una religiosa nacida en Jericó.

Como lo fueron también para el padre Marianito las paredes de su parroquia en Angostura, en donde prodigó bondad, sin pensar en el nicho que le estaba reservado, al convertirse en uno de  los sencillos sacerdotes rasos elevado a los altares, cuyos méritos se reconocen mundialmente.

En medio de las complicadas noticias de una sociedad que algunos se empeñan en alejar de Dios, el mensaje esperanzador que traen la madre Laura y el padre Marianito Eusse nos recuerda que se camina mejor sobre la Tierra, si la plena confianza está puesta en el cielo.