Los primeros brotes del sarampión
Los asesinatos de Toulouse son un paso más en la escalada de racismo que horroriza a Europa y al mundo entero. Empieza con miradas despectivas y susurros ofensivos en las calles y, si no se corta de raíz en sus comienzos, termina en el infierno de los campos de concentración.
Cuando creíamos que los espantos de la II Guerra Mundial habían pasado definitivamente, y que el horror racista había sido lo suficientemente doloroso como para erradicar para siempre esa degeneración del comportamiento humano, fueron apareciendo unos retoños amenazantes contra los cuales nos sentíamos curados.
La caudalosa inmigración que cubrió la oferta de trabajos que los europeos no quisieron desempeñar aumentó la población de extranjeros aceptados como obreros pero aislados como personas. Los cuales, por su parte, hicieron poco por integrarse, encerrándose en comunidades que, en cambio de interactuar con los nacionales, se agruparon como bloques aparte. No se integraron con la sociedad receptora, se enquistaron en ella.
La xenofobia resucitó, con manifestaciones menospreciadas al principio, sin entender que los incendios se prenden por chispas, y que conflictos como el suscitado sobre los velos que cubren el rostro de las mujeres musulmanas, son anuncios de una corriente subterránea que debe frenarse desde el primer momento. De lo contrario se comienza con las ofensas verbales callejeras y se termina en holocaustos masivos.
El episodio de Toulouse, con su trágico desenlace, es un duro toque de alarma. El primer brote de un sarampión desastroso.
Coincide, en nuestro país, con los incidentes racistas ocurridos en un partido de fútbol, que motivaron la sanción por el comportamiento de unos hinchas en Pasto y que algunos presentan sólo como otro caso de la violencia que plaga los estadios. ¡Cuidado! Es otro brote del mismo mal.
A Dios gracias no sufrimos de racismo, pues nuestra condición de pueblo mestizo nos acostumbró a vivir sin esa lacra, desde el momento en que conquistadores e indígenas se convirtieron en padres de la primera generación de criollos. Por eso, si a pesar de todo, se presentan síntomas de intolerancia, hay que apresurarse a aplicar los correctivos antes de que la mancha se extienda.
Cualquier remedio es poco si se trata de parar ya lo que estos brotes representan como peligro de una discriminación que después se vuelve inmanejable. Lo enseñan los ejemplos europeos. Habría sido fácil detener a Hitler inmediatamente después del Putsch de Munich, y sin la “noche de los cristales rotos” no se habría llegado a Auschwitz ni a Dachau ni a Treblinka.
El mestizaje no es vacuna suficiente. La experiencia de Toulouse y los resentimientos subterráneos que se advierten en varios países de Europa tampoco lo son, si no hay una actitud vigilante.
Dios quiera que el racismo no se mezcle con la violencia en los estadios. La frenamos ya o desde allí se riega como una nueva desgracia social: la única que le falta a la mezcla heterogénea de violencias que padecemos desde hace tantos años.