“El primer acto de corrupción es aceptar un cargo público para el que no se está preparado”. Este es un refrán muy citado en redes sociales y medios gráficos, inexplicablemente valorado de manera virtual pero intencionalmente olvidado en el plano de lo fáctico y real. Hoy intentaremos reflexionar en torno al total divorcio, a nivel global, producido entre el oficio del político y la virtud de la idoneidad, entendiendo a la misma como la cualidad de “adecuado” o “apropiado” que se le otorga a una persona por su quehacer en el marco de una tarea muy concreta.
En algún sentido, todos somos idóneos para algo, o al menos pretendemos serlo, pero es indudable que no lo somos para todo lo que se nos proponga. Pero cuando se trata de la función pública, la cosa se complica: queda en nuestras manos la decisión de modificar, mejorar, empeorar o entorpecer la vida de otros bajo nuestra responsabilidad (o irresponsabilidad).
Jamás en mi vida me hubiese imaginado que un personaje del reality “Gran Hermano” pudiera ser capaz de despertar en mí un ápice de pensamiento, sin embargo, aquí estamos. Resulta que en una entrevista televisiva en un programa de periodismo político se le pregunta a un "exintegrante" de la casa por una supuesta convocatoria por parte de partidos políticos para que represente a algún distrito en las próximas elecciones. Acostumbrados a ver vedettes, payasos, exhumoristas, cantantes, exdeportistas, etcétera sentados en los escaños del Congreso, muchos hubieran naturalizado, e incluso, abrazado la idea incluso de votar al personaje de no ser por su majestuosa respuesta: "Imposible, no soy idóneo para realizar labores políticas", respondió con un grado de honestidad que me dejó perplejo.
Pues bien, resulta que para ser presidente, diputado, senador, gobernador, ministro, secretario o subsecretario de gobierno, intendente, concejal, nada de lo que acabo de mencionar en el párrafo precedente tiene sentido alguno. Y no, porque evidentemente la política como actividad, como oficio, como arte, dejó de ser un trabajo calificado para quienes tengan el interés y la preparación correspondiente, para convertirse en un concurso de popularidad mediática medida permanentemente mediante encuestas carísimas realizadas por consultoras de dudosa procedencia. Lo importante, lo esencial, son likes, seguidores, views y millones de comentarios inútiles que nadie lee como capital simbólico fundamental para posicionarse como potencial elegible representante del pueblo.
Dicho esto, es preciso señalar que tampoco se puede exigir a un representante del pueblo rasgos divinamente distintivos y loables que no están presentes en la sociedad que pretende representar (en nosotros mismos). Hasta donde sabemos, los representantes políticos no son importados de otro planeta ni nacen de un repollo: en muchísimos casos, son un reflejo a grandes rasgos de la comunidad que los puso en ese lugar. Así que, pues, a no lavarnos las manos: no es posible exigir ética y moralidad intachable y estricto cumplimiento de la legalidad al mismo tiempo que se nos hizo costumbre evadir impuestos, cruzar el semáforo en rojo, arrojar basura en cualquier parte, etcétera. Si, de alguna manera notamos que la vara está demasiado baja, es porque tal vez nosotros estamos tomando mal las medidas en nuestro accionar cotidiano.
La idoneidad como criterio para ocupar cargos públicos ha sido convenientemente olvidada, lo que ha provocado serias distorsiones en la interpretación de los ciudadanos acerca del rol estatal, el cual, al estar comandado por dirigentes no aptos para su función, han entorpecido permanentemente los procesos burocráticos y administrativos aniquilando así cualquier posibilidad de eficiencia para solucionar problemas concretos y reales por los que atraviesa una comunidad. En su lugar, la idoneidad ha sido reemplazada por la popularidad, el carisma mediático, el amiguismo, compadrazgo y a un sistema naturalizado de pago de favores. Tan perjudicial ha sido el precipitado “olvido” que hemos llegado al punto de presenciar daños sobre el Estado de Derecho, la estabilidad económica y el orden judicial, acompañados por un perjuicio colosal al patrimonio común estatal como de los individuos, provocados por una negligencia intencionada, fruto de la tan promocionada inexperiencia bajo el clamor de la gran falacia de poder contar con “sangre joven” o con perfiles “no contaminados” con la trayectoria política.