Cuatro días antes de su partida al cielo, había estado hablando con un amigo acerca de don Javier Echevarría Rodríguez, Obispo Prelado del Opus Dei, quien en la festividad de la Virgen de Guadalupe entregaría su alma definitivamente a Dios.
Conocí personalmente al Padre, como familiarmente se le llamaba, el martes 10 de mayo de 2004 durante un encuentro en Roma, previo a una audiencia en la cual podría saludar al ahora San juan Pablo II. En esa reunión, en la sala de su casa en Villa Tévere, acababa de iniciarse el día anterior el proceso de beatificación de Monseñor Álvaro del Portillo, su inmediato antecesor al frente de la Obra. Don Javier, tan afable como era, me dijo “vamos guapo, dame un beso” y siempre habré de recordar al darle el beso fraterno en la mejilla, lo bien afeitado que estaba; es algo muy simple, pero me ha servido todos estos años para encomendarlo a diario mientras lucho con la afeitadora.
Lo vi de lejos cuatro veces en sus dos hondas y extensas catequesis y visitas pastorales a Colombia en 2001 y 2015, pero sólo en abril de 2016 pude saludarlo de nuevo, otra vez en Roma, cuando me dijo “en la Universidad de La Sabana tenéis una gran labor apostólica que no podéis descuidar”; sin embargo, más allá de los dos saludos personales, en mi archivo, junto a una carta de Juan Pablo II, tres de Benedicto XVI y seis de Francisco, las de dos cardenales de Bogotá y cartas de cuatro obispos colombianos, están las diez cartas de don Javier, que comienzan en septiembre de 1996 y culminan en septiembre 22 de 2016, llenas de ese amor filial y sobrenatural que era lo suyo, e incluso, en la primera, se refiere al Cacique de Turmequé.
En esas cartas de familia, además de agradecerme siempre mis libros, ocasión de poner a Cristo en la cumbre del quehacer universitario, en el centro de los corazones de las mujeres y de los hombres de hoy, me habla de nuestro trabajo bien acabado y del servicio a los demás en medio de las dificultades, de los cuales el Señor se sirve para que muchas personas encuentren la auténtica alegría de vivir en cristiano, seguros en la filiación divina y de las muestras de la predilección de Dios por cada uno de nosotros.
El Padre sintió siempre como propios los sufrimientos de cada colombiano, se solidarizó con cada uno, rezó por cada uno y siempre pedía por la paz de Colombia con gran esperanza y un gran sentido de responsabilidad.
hernanolano@gmail.com