La Constitución Política de Colombia se promulgó el 4 de julio de 1991. Este mes se cumplieron 29 años del aniversario. Por efectos del Covid-19 y el mortal pesimismo y frustración que reina sobre la eficacia de nuestras instituciones, la crisis permanente y en particular de la justicia, no salieron los consabidos artículos y loas de esa obra maestra de la copia de las normas de otros países, en parte de Alemania y de la de España, algo del modelo francés y las de otros lares.
Algunos de los constituyentes de entonces tenían el ingenuo optimismo de considerarse capaces de emular a Rafael Núñez y don Miguel Antonio Caro, su representante en la augusta Asamblea de Delegatorios, que produjo la Carta Política de 1886, la de mayor influjo y duración en el país, por más de cien años, pese a algunas pocas reformas invocadas por el liberalismo que buscaron repetidas veces romper su columna vertebral, unas por la vía legal y otras mediante el alzamiento.
En contraste, la historia constitucional de los Estados Unidos muestra cómo desde su promulgación en 1787, apenas se cuentan 27 enmiendas, lo que contribuye a su estabilidad y permanencia como elemento conservador institucional distintivo de esa potencia.
Para reformar la Carta de 1991, según Ricaurte Lozada Valderrama, “Los Errores del 91” se han presentado 983 proyectos de reforma. Así que en este momento, a ese ritmo, se debe pasar del millar de proyectos. Esa Constitución de 1991, pretendía ser la de los derechos humanos “con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana”.
Al debilitar el Estado, casi ninguno de tan ambiciosos objetivos se alcanza. La Nación hoy está más desgarrada que antaño por cuenta del negocio de los cultivos ilícitos y la violencia en la periferia del país. El mentado marco jurídico hace agua. Los violentos no dejan de amenazar y asesinar colombianos y persiste la infame campaña de desprestigio de las Fuerzas Armadas. El Estado no garantiza el conocimiento, menos la convivencia, ni el trabajo. La justicia tiende a volverse peligrosamente inoperante. Según Gabriel Melo Guevara, de los delitos que se cometen anualmente, escasamente reciben sentencia el 5 por ciento y campea la impunidad.
Retrocedimos en la integración regional. El aislamiento improductivo está arruinando a la clase media y en las barriadas se generaliza el hambre. Se gobierna por decreto y se debilita el equilibrio de poderes. Pese a los esfuerzos del presidente Iván Duque, como de algunos alcaldes y gobernadores, por efecto del virus y la crisis económica, el Estado no consigue garantizar el trabajo, ni la salud, menos sustentar la igualdad, a sabiendas que todos somos parecidos más no iguales. Se carece de una armadura estatal que proteja las comunidades más vulnerables y los reductos indígenas, lo que contribuye a ahondar el abismo y la tensión entre la Colombia urbana y rural.
Funesto resultó el experimento de los senadores nacionales. Las campañas políticas al Congreso, preñadas de insultos y ausentes de ideas, se convierten en mini-campañas presidenciales por los millones que manejan los candidatos, que son colosales en un país hambriento. Las regiones más atrasadas carecen de representación en el Senado. La democracia se eclipsa, se derrumba el Estado y aumenta el desconcierto e impotencia generales.
OJO: Prestigiosos científicos italianos informan que: “Los rayos ultravioletas desactivan el 99% de la carga viral del Covid-19 en pocos segundos”.