EDUARDO VARGAS MONTENEGRO | El Nuevo Siglo
Domingo, 27 de Noviembre de 2011

 

La vida como escuela
 
Todos somos estudiantes. No hay que estar inscrito en algún programa de educación formal, no formal o informal, con un cierto período de tiempo y alguna secuencia. Tampoco se precisa de condiciones particulares, sean estas sociales, económicas, sexuales, políticas, religiosas o de cualquier otra índole. Somos estudiantes, aprendices, todo el tiempo. La vida misma es la mayor aula de clase, y todas y todos estamos matriculados en ella. La matrícula se da antes de nuestra encarnación y quedamos inscritos en el curso de la vida, con todo lo que trae.
En ocasiones solemos discriminar cursos ajenos y creemos que en el que estamos es el correcto. Esto en el nivel macro tiene que ver con la lucha de ideologías y todos los ‘ismos’ que surgen en las sociedades, a manera de neurosis colectivas. En el nivel micro, de la cotidianidad, se manifiesta en la falta de comprensión de unos a otros y en los privilegios que entregamos por puro gusto. Si comprendiésemos que cada quien está matriculado en su curso y aprende lo que le corresponde, de la manera que le corresponde, otro gallo cantaría.
Por ejemplo, el curso de una persona incluye el matrimonio: es en esa unión consagrada -con ritual o sin él-, que la persona puede aprender las lecciones de la escuela de la vida, desde tolerancia y respeto, hasta negociación y concertación. 
El matrimonio no es siempre un lecho de rosas, aunque por supuesto también puede serlo. Pero la convivencia no es fácil e implica mucho esfuerzo, el correspondiente a ese curso. 
Hay personas en otros cursos, de otras maneras de relacionarse, así que pasan por diferentes rupturas, se divorcian o eligen una vida de solteros. En esos cursos se dan otras dificultades, tan válidas y necesarias como las que se dan en el matrimonio. Unos estudian para ser físicos, otros para pintores, ambos oficios tan necesarios como maravillosos.
La vida es entonces una gran aula de clase. Como en todos los procesos de aprendizaje, los seres humanos cometemos errores para aprender de ellos. Por eso hay actos de abuso, corrupción, mentira, dolo. A veces somos rápidos para señalar el error ajeno, y un poco más lentos para reconocer el propio. No sólo rápidos, sino implacables, pues olvidamos que todas y todos somos compañeritos del kínder de la existencia. Si comprendiésemos que los errores nos permiten aprender, nos apoyaríamos cuando cometemos errores, o por lo menos miraríamos la paja en nuestro propio ojo. Probablemente de este error también podemos aprender, reconociendo que los errores son inherentes al aprendizaje y que en la medida en que subsanemos las equivocaciones propias y seamos compasivos con las ajenas, el aprendizaje será colectivo. Podemos hacerlo.