EDUARDO VARGAS MONTENEGRO | El Nuevo Siglo
Domingo, 16 de Septiembre de 2012

Ay, los límites…

 

Poner límites es todo un arte, y sea que lo hagamos con un suave pincel o con una brocha gorda, es necesario hacerlo para sobrevivir emocionalmente. De pequeños no nos cuesta ningún trabajo: un bebé no tiene ningún problema en escupir cuando ya no necesita más comida, así sus padres se empecinen en mantenerle el biberón. Sólo que a veces en el afán de que el niño no se desnutra, o de simplemente sentir el poder del grande sobre el pequeño, los padres encuentran grosera la actitud del niño, que simplemente está manifestando que de momento ya es suficiente. Paradójicamente, a medida que el niño pone sus propios límites los adultos también lo hacen; es ahí cuando empiezan las fricciones de la vida, esas que poco nos gustan pero son las que nos ayudan a brillar.

Es en la adolescencia cuando, por lo general, la tan criticada rebeldía sale a flote, en oleadas de límites que vienen de un lado y del otro. Los padres pretenden dar pautas vitales a sus hijos, mientras estos quieren construir las suyas propias. A la final, unas y otras serán fundamentales para que cada quien siga construyendo su carácter, y dependiendo de éste se colocan fácilmente límites o no. Lo cierto es que sin límites, la vida sería más caótica de lo que es, y más que un mal necesario son oportunidades para reconocer quiénes somos y reconocer a los otros.

No todos nos relacionamos de la misma manera con los límites. Las personas territoriales, acostumbradas a hacer su voluntad, son expertas en demarcar sus fronteras, inexpugnables para los demás. Posiblemente usted conozca a alguien a quien le fascina poner límites pero que no respeta los ajenos, a menos que encuentre una fuerza similar a la suya con quien medirse. O conozca personas que necesitan que desde afuera les marquen los derroteros, porque tienen miedo de equivocarse al trazar su propio camino. U otras que son tan flexibles en sus límites que van y vienen de acuerdo con la conveniencia del momento, pues lo que más les interesa es evitar el conflicto. A algunos los límites los atemorizan, mientras que otros se divierten rompiéndolos; algunos son incapaces de ponerlos y otros incapaces de respetarlos.

Encontrarse desde los límites puede ser traumático o constructivo, dependiendo de cómo nos relacionemos con ellos, con nosotros mismos y con los otros. Poner límites no implica arrasar al otro, avasallarlo o casar peleas. Podemos establecer límites de manera amorosa, sentando nuestras posturas, estableciendo qué es negociable y qué no, escuchando al otro, escuchándonos, dando a cada quien su lugar. Finalmente, todos tenemos un lugar en el mundo; si reconociésemos esto permanentemente podríamos fluir en mayor armonía.