Nunca es tarde para el reencuentro con uno mismo y para meditar sabiamente. Ciertamente es todo un arte para el que hace falta vivir y amar, hallarse y reconocerse en el tiempo, pasar revisión y enmendar todos aquellos comportamientos que nos trastocan lo innato de la sensatez y hasta nuestra propia voluntad. Al fin y al cabo, tan substancial como fortalecer los derechos humanos es generar un clima espiritual que nos ayude a crecer en esta conciencia.
El mundo está demasiado oscuro y tenebroso, tenemos que divisar esa luz que nos ilusione, acogerla y darle espacio en nosotros, en nuestros hogares, en nuestros pueblos y ciudades. La indiferencia tampoco es la solución. Hay que tomar acción abiertamente, estar vigilantes, poner alma en lo que hacemos para asumir la carga del instante preciso y precioso; sin obviar que somos familia, que nos necesitamos todos para transformar este fatigoso camino vivencial en una gozosa senda de esperanza. No trunquemos el anhelo de sentirnos, como esa marea viva en el mar, que se mece suavemente al aire de las utopías.
Ganemos confianza entre sí; será una buena terapia para hacernos reflexionar sobre el sentido de nuestros andares por aquí abajo, a la espera de poder ascender al verso y la palabra, al ser que somos o que hemos de ser, al menos más espíritu que cuerpo, para que reine la quietud y no las contiendas de este absurdo poder dominador que nos aplasta. Lo significativo es no desfallecer jamás en la tarea encomendada, de ocuparse y comprometerse por hacernos más llevadero el camino unos a otros, de activar la energía suficiente y solidaria para crecer en comunidad, de cooperar en pos del bien común frente al aluvión de inútiles rivalidades; lo que nos exige replantearnos otro estilo de movernos y de coexistir.
Todos necesitamos reconocernos en nuestros pasos, provengan de sociedades ricas y avanzadas donde se dan amplios fenómenos de pobreza relacional, a pesar del bienestar económico general, o procedan de humanidades descontroladas y míseras cuyos objetivos son inhumanos y absurdos. Ambos son un mal trazado, pues todos acabamos siendo presa de un desastre, que suele dejarnos sin palabras, pero también sin aliento.
Ojalá aprendamos a entendernos, a pasar página entre pasado/presente/futuro y a resucitar entusiasmo en compañía, con el ánimo siempre dispuesto a tender puentes por los caminos del desarrollo humano. Desterremos el capital mercantil de nuestras vidas, la apuesta ha de ser por el capital humano para satisfacer las necesidades humanitarias y fortalecernos humanamente como tejido social armonizado. El cambio es nuestro, comienza internamente, hagamos silencio y soledad para repensar sobre los caminos recorridos y aquellos que nos esperan, despojados de intereses y abiertos a un nuevo amanecer, donde todo sea más de todos y de nadie en particular. Será saludable convertirnos en mediadores, de tal suerte que las alianzas crezcan, con la mudez de las armas, la fuerza de la justicia y el cese de toda violencia. Hagamos realidad, en consecuencia, lo de vivir una santa semana santa. Ahí está la oportunidad de crecer examinándonos en el afecto, porque por amor estamos aquí y amando nos transcenderemos.
Es cierto que la pasión de Jesús fue durísima entre nosotros, pero su amor inmenso, escogió la mística de la cruz de cada día para salvarnos, para decirnos lo mucho que el Creador nos ama. Pocos darían un paso por salvar un inocente. Tras el calvario, todo tiene un final feliz. El regocijo del regreso a la gloria, conscientes de la compasión divina, se deja ver y oír por todas las esquinas. Con razón, el cultivo de la querencia y el dejarse querer, es VIDA.