Las cámaras de televisión revelaron al mundo la cisura en la que se encuentra Estados Unidos, que, en cuanto a Unidos, es un oxímoron.
Parece una simple polaridad, pero visto en perspectiva es tanto más un síntoma de lo esperable para ese gran país, que mostró su pujanza a principios del siglo anterior cuando fue capaz de construir el Canal de Panamá. Y revela su detrimento al creer que elevar un excluyente muro asegura el regreso a la perdida grandeza.
Al caer la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en los años noventa, carcomida por sus propias contradicciones, quedó Estados Unidos como imperio con hegemonía mundial. Y la hegemonía es un rasgo más bien moral, en el sentido de ser acatada y respetada, por propios y extraños. Pero desperdiciaron minuciosamente su cuarto de hora en guerras sin sentido en el medio oriente, con su proclividad por privilegiar intereses de los consorcios petroleros, bajo las presidencias dinásticas de la familia Bush.
Así perdieron su hegemonía en aventuras y su capacidad de vencer por liderazgo y creatividad. Permanecen eso sí como imperio, pero el mundo ya no los mira desde el fin de siglo, como un ejemplo para ser imitado. Sus aliados ahora se atienen a sus propios intereses geopolíticos, y hacen abiertamente alianzas con el imperio emergente.
El partido demócrata estadounidense, que al menos no es revolucionario y acepta la Constitución, tiene de contraparte un partido Republicano que ha pasado de conservador a revolucionario y niega la validez de las elecciones que dieron la victoria a los demócratas. Tal es la contradicción en la que se encuentra enfrascada la que se preciaba de ser una gran democracia. Y de la que, en los años 90, un académico áulico aseguró que ese era el modelo universal a seguir y que por ende se debería hablar desde entonces del fin de la historia… Desde luego el áulico sigue siendo muy apreciado en la academia norteña por su probada capacidad profética.
Los demócratas como partido parecen detenidos en el tiempo, publican artículos sobre el sueño americano, citas de la vida de Washington y de los fundadores, de Lincoln, de Roosevelt. En suma, de una América que ya no existe ni es revivible. Sus edificantes relatos no admiten réplica, pero no producen la menor convicción. Están sobregirados en ese prestigio y el mundo lo nota.
De modo que los televidentes ven a un showman criminal toreando a un anciano meritorio pero balbuciente, en un debate del cual pocos se acuerdan ya lo que dijeron, pero no de lo que vieron.
Si se impone Donald Trump como presidente algunos comentaristas internacionales sin duda dirán que cada sociedad tiene el mandatario que se merece.
Si el presidente Joe Biden tuviera ese raro sentido de grandeza entre lo políticos, y aceptara ceder su candidatura a alguien sano, podría pensarse que el diagnóstico del declive de ese gran imperio no es tan cierto. Pero eso está por verse.