Poco a poco, pero sin detenerse un instante, el Estado moderno ha ido tomando cara de iglesia, aunque al estilo antiguo. Curioso, pues la lucha de algunas formas de pensamiento político era, supuestamente, lograr separar Iglesia y Estado, para que cada uno hiciera su misión en campo propio. La Iglesia, en general, asumió esa nueva forma de estar en el mundo, pero el Estado, en muchas de sus manifestaciones comenzó a hacer lo que se suponía debía hacer la Iglesia. En el fondo, a lo que se aspiraba, aunque no se dijera con claridad, era que el Estado tuviera todo el poder, sin que hubiera otro paralelo ni superior, y por eso ni Dios debería aparecer en constituciones o leyes. El Estado, el nuevo ídolo, el dios incuestionable, la razón incontestable.
El Estado-iglesia tiene sus catecismos y mandamientos. Hemos permitido los ciudadanos que legisle sobre absolutamente todo, de manera que el hombre de a pie está siempre en riesgo de ser direccionado, censurado o castigado por este monstruo de siete cabezas. El Estado-iglesia se inmiscuye en la vida más privada de las personas y dice, por ejemplo, cómo no tener hijos y si se les tiene, cómo alimentarlos, educarlos, darles prebendas. El Estado tiene fórmulas de casamiento y también de separación. El Estado dice cuánto se puede o no acercar una persona a otra y también cómo repartir los bienes. El Estado, como una iglesia descuidada, está lleno de contradicciones y, por ejemplo, a la vez que tiene un sistema para proteger la salud, avala y promueve el alcoholismo por razones rentísticas o el consumo de drogas alucinógenas, como dando a entender que no se quiere tragar al individuo y que le concede ¡algunas libertades!.
Y el Estado-iglesia tiene sus liturgias y sus pontífices. Marchas, paradas, patios de armas, banderas, uniformes, armas y mil cosas más constituyen su aparato celebrativo para infundir respeto, dar seguridad y sembrar algo de miedo. Sus pontífices también predican, pronuncian discursos, tienen semblante grave y adusto, alguien les lleva los papeles y les acomoda el asiento aterciopelado. Y estos hombres y mujeres -en esto de las mujeres sí le llevan ventaja a la verdadera Iglesia- dictan mandatos, leyes y mandamientos y los llaman ética. Pero no los cumple casi nadie y a veces ellos tampoco. Son como una versión aguada de Moisés y sus tablas de mandamientos. Y, en todo, como nos sucede tantas veces a los levitas, corren siempre el riesgo de la aburrición para los demás, por estilo, contenido, caminado, vestido y todo lo que los emperifolla.
La historia de la humanidad es el eterno retorno. Es la eterna pretensión del poder y dominio. Alguna vez la sartén estaba en manos del mito, de la leyenda; otras veces estuvo en manos de la religión, cualquiera ella sea y en estos tiempos, que son los últimos según la Escritura, parecía estar definitivamente en manos del Estado. Sin embargo, a esta versión desmejorada de iglesia, le están desertando de muchas maneras sus fieles. El mundo moderno está hoy picado por el deseo de huir. Y el ámbito digital se ha convertido en la tronera por donde la humanidad camina rauda a su siguiente estadio de sometimiento. Dios salve al Estado.