Poco a poco y como quién no quiere la cosa, el Estado moderno y muy concretamente el nuestro ha ido tomando visos de religión, aunque entendida esta en sentido peyorativo. ¿Acaso hay algún tema o realidad en la cual el Estado no esté metiendo las narices indebidamente? Todo ha ido cayendo bajo la sombría mirada de este aparato, que en el Apocalipsis es llamado la bestia. Lo que se hace, lo que se dice, lo que se piensa, lo que se siente, el movimiento, los proyectos, las decisiones personales y las comunitarias, la familia, el sexo, el matrimonio y sus remedos, las enfermedades, el dinero, los ricos y los pobres, todo está hoy bajo el ojo inquisidor de este monstruo que ha ido creciendo extravagantemente. Y como todo lo que es demasiado grande, termina por asfixiar e incomodar a quienes pensaban que era útil y servicial.
Y tiene también esta religión de origen humano y colombiano, sus sacerdotes y sacerdotisas. Tienen su propia liturgia del poder. Hablan y hablan más que los sacerdotes de verdad. Pontifican de todo, más que el pontífice romano. Prometen y prometen, más que novio desesperado. El Alcalde de Bogotá parece un viejo arzobispo prometiendo cielo y tierra. También publican documentos a granel que van a morir en el anaquel. Dibujan tierras prometidas, que manan leche y miel, aunque ya todas están asignadas, vendidas o invadidas. Tienen su infierno propio y lo gobierna otro “monstrico” que se llama la fiscalía, cuyas amenazas hacen palidecer a los pobres mortales. Y estos sacerdotes estatales tienen vidas que no siempre son ejemplares, como en las mitologías griegas o romanas, en las que todos y todas se encargaban de hacerle algún daño a su vecino. Y, por si fuera poco, esta casta sacerdotal se reproduce y se hereda, pues el olimpo colombiano, el Estado siempre rico, ha sido sometido a sus largas e insaciables manos.
Todo parece un mal cuento. Pero en la práctica el ciudadano se siente cada vez más sitiado, sin posibilidades de respirar en modo propio. Es como una especie de nuevo totalitarismo que hace pesada la vida. Ahora, de alguna manera este nuevo Estado-religión, ha sido generado en parte por los mismos ciudadanos que todo el día le pedimos que se meta en todo y hemos abandonado muchas de nuestras obligaciones y deberes y se las hemos delegado sin meditar mucho en las consecuencias. Estamos, pues ante un problema doble: un Estado que lo abarca y devora todo y unos ciudadanos que no llegamos a crecer del todo en responsabilidad y autonomía. Pero como todas las falsas religiones, mejor tener cuidado.