A este agosto 2021, cuando falta menos de un año para las elecciones de Congreso y Presidencia de la República, se llega pleno de incertidumbres y de amenazas al sistema democrático. Se llega sin oír una sola propuesta que ilusione a las masas, sin una promesa atrayente, cautivante. No se ha expuesto por nadie una visión novedosa, transformadora de la economía y de la política, como las circunstancias lo reclaman.
En los duros momentos de desempleo y hambre, cuando el virus del covid-19 sigue avanzando, no hemos oído una sola voz que produzca algo de esperanza. Todas las respuestas a semejantes retos se le han dejado al gobierno Duque que hace esfuerzos para enfrentar la suma agobiadora de problemas que exigen medidas prontas, eficaces y entendibles por la gente.
Es como si los dirigentes colombianos hubieran renunciado a la política. Se han dedicado a practicar los ritos desprestigiados de la politiquería. Transitamos por un campo árido de ideas y negado a la grandeza. Todo esto ocurre cuando Colombia encara dos disyuntivas ineludibles: ¡O la democracia acaba con la pobreza o la pobreza acaba con la democracia! ¡O la democracia acaba con el narcotráfico o el narcotráfico puede destruir nuestra democracia! Y, no hay soluciones fáciles ni automáticas para esos terribles dilemas. Es por la magnitud de ese desafío que nos parece irresponsable y descomedida la lista creciente de aspirantes a la Presidencia de la República. No es ejemplo, como se dice, de vitalidad democrática. Es, más bien, ligereza en el comportamiento. En realidad, hay solo un candidato a la presidencia: Gustavo Petro. Desarrolla una estrategia de confrontación dura y agria que cree útil para lograr la victoria. Así no la compartamos, hay que registrarla como un hecho político cierto. Todos los demás son candidatos a pre-candidatos.
En el tema de economía y pobreza no hemos oído nada nuevo. Algunos aspirantes dan la impresión de estar hablando para sus profesores extranjeros. Nos confunden con cifras y datos que no entiende el pueblo. Pero es que no estamos en el mismo escenario de ayer. Ese mundo ya no existe. La pandemia estremeció la economía, destruyó familias y pequeñas y medianas empresas. Produjo un verdadero cataclismo social. Las solidaridades saltaron en pedazos, como lo vimos en la protesta violenta. Se necesita mucho más Estado en todos los niveles para reconstruir esas solidaridades perdidas. Y no nos va a llegar ayuda de los poderosos de la tierra pues el nacionalismo ha sido la reacción ante la tragedia que han sufrido las naciones. Ya lo vimos con la insensibilidad de las calificadoras de riesgo.
Algo del remedio está en nosotros mismos. Insistimos en que los municipios y departamentos deben asumir gran parte de la creación de empleo de emergencia. Lo hemos llamado “keynesianismo lugareño” porque es al propio lugar, la calle, el barrio, la vereda, a donde se tiene que llegar con soluciones inmediatas. Es gestión microeconómica lo que se necesita.
En la macroeconomía, el ministro Restrepo se le está jugando con la Ley de Inversión Social que ha tenido muy buen respaldo. Es que la política es el arte de lo posible. Hay que ejercerla con el diálogo inteligente, generoso, constructivo, como se ha hecho hasta ahora. Uno de los viejos objetivos de la democracia de América Latina es la subordinación de la economía a la política. Eso nunca lo entendió Alberto Carrasquilla.
Dejemos para próxima ocasión el tema del narcotráfico, que exige una revisión muy profunda de la acción del Estado y el compromiso de la dirigencia nacional para frenar tamaña amenaza a nuestra Estado Social de Derecho.
P.S: Lo dijimos en junio pasado. La saga heroica de Luis Carlos Galán puede que aún no haya terminado.