Hemos de reconocer que, vivir por sí mismo, siempre ha sido un gran reto. Todo parte del corazón que pongamos. Descubrirlo no es fácil. Hay que poner voluntad en el anhelo, para poder conjugar lo viviente, y así luego poder compartirlo. Nada es porque sí. Hemos de aprovechar los instantes porque aquí estamos para un tiempo concreto asignado, que ha de llevarnos a una reconciliación mística con lo que nos rodea. Fuera divisiones, por consiguiente. Todo se solventa en unión y en unidad. Unos y otros requerimos del alimento necesario, pero también del aliento colectivo para no desmoronarnos. En consecuencia, fuera tensiones, que nada nos distraiga ni nadie nos desoriente, sobre todo a la hora de afrontar los considerables desafíos de la vida.
Es cierto que, jamás ninguna época viviente, ha sido un sueño sin cruces. Salgamos al encuentro. Disfrutemos del abrazo entre análogos. Reencontrarse y revisar día y noche, nuestra propia hoja de ruta, es tan preciso como necesario. En un mundo de ocho mil millones de personas debe haber continuamente espacio para las oportunidades. Otro mundo ha de ser posible, donde la salud, dignidad y educación sean derechos y realidades, y no privilegios de unos pocos o promesas vacías. Tenemos que concienciarnos de llevar a buen término las acciones conjuntas y colaborativas, cooperantes y solidarias, dejando a un lado la insensatez de los intereses mezquinos, para que salgamos todos beneficiados. Sin duda, el precio de la grandeza humana radica en el compromiso contraído, la de ser desprendido.
Tan importante, por consiguiente, como existir es asistirnos, brindando la experiencia en favor del bien común, en aras del auténtico progreso de toda la familia humana. No dejemos que ninguna inútil contienda nos distraiga del trabajo pendiente, esa donación innata que todos requerimos y hemos de ofrecer, para sentirnos realizados y pletóricos de savia. Ahora que la esperanza de vida de los adultos en el mundo desarrollado ha aumentado desde mediados del siglo XX, nos toca también visibilizar lo invisible, para poder aclarar esos problemas graves que todos llevamos al hombro, tanto individuales como sociales.
Naturalmente, no hay mejor programa viviente, que aquel que hace justicia y se pone al servicio del ser humano. Con razón se dice, o se comenta, que somos dueños de nuestras acciones y juez de nuestros valores; protagonistas, al fin y al cabo, de nuestros andares, sabiendo que colectivamente hemos de edificar un desarrollo que nos armonice hacia una actitud de concordia e ilusión. Por desgracia, tenemos un legado de disturbios que nos dejan sin diálogo. El racismo y la xenofobia continúan arruinando nuestros territorios, como cicatrices que echan a perder el tejido social.
A mi juicio, son vitales los esfuerzos colectivos ante la multitud de hechos violentos que a diario se producen, reproduciéndose aún más ferozmente en lugares con sistemas penitenciarios opresivos que no restablecen ni rehabilitan. Lo significativo es hallarse liberado y en disposición de desposeerse de lo material, esto se consigue practicando el amor de verdad.
No descartemos la vida jamás. Esforcémonos en desvivirnos por vivir con decencia y dejemos a los intrigantes que entonen sus abecedarios, aunque nos desentonen sus palabras. Obremos distinto, eso sí. Los horizontes nuevos se abrazan con ternura, no lo olvidemos. Tengamos presente no solo los talentos, también el buen talante, de manera que a ninguno le falte la caricia de una mirada. En suma, la vida no depende de lo que se posee, más bien pende de la capacidad de entrega a los demás, con obras que no se olvidan, propias de un hacer para que nazca el ansiado hogar humano.