Esta fue una de las súplicas del Papa Francisco: escuchar a los pobres. En un país como Colombia esto equivale a decir prestarle atención a diez o quince millones de personas. Frente a los pobres hay varias tentaciones. Primera, creer que no tienen nada importante por decir. Segunda, que es necesarios solucionarles todo porque ellos no pueden hacerlo. Tercera, embolatarlos y no ofrecerles nunca las oportunidades y condiciones que cualquier ser humano requiere para progresar. Cuarta, pensar que su paciencia es infinita, cosa que no es cierta.
En Bogotá se observa fácilmente cómo es que en muchas cosas a los pobres nadie los oye ni les para bolas. Varios ejemplos: su sistema de transporte es lo más humillante y la mayoría debe comenzar su jornada tipo tres o cuatro de la mañana para no llegar al trabajo o al estudio más arrugado que un pergamino. ¿En verdad, a quién, que tenga la manera de solucionar el problema, le importa esto? Su sistema de salud es de un paquidérmico que uno no se explica cómo es que no han muerto más personas allí donde por fin los atienden. Su educación, por más que hagan bonitos edificios, sigue siendo muy regular y salir bachiller de la pobreza no es exactamente un avance importante. ¿Y han visto a los pobres tirando carretas de reciclaje, en reemplazo de los antiguos caballos, que ahora viven como reyes? ¿Y los ven pasando todo un día a sol y agua al lado de una venta ambulante para ganarse cualquier peso? Todo esto, ¿a quién le importa?
Escuchar no es cosa fácil ni que todos sepan hacer. Y realizarlo ante quien poco suele dársele la palabra exige aún más esfuerzo. Pero hay que hacerlo, entre otras cosas, para no montarle al pobre un mundo de soluciones que no hacen parte de su forma de pensar ni de ver la vida. Escuchar al pobre resulta ser en muchas ocasiones una experiencia sorprendentemente interesante pues, además de sus justos reclamos, suelen plantear un modo de vida que admira por su sencillez y facilidad de realización. Y, a veces, es una experiencia dura y ácida, para quienes vivimos reposadamente, pues sus palabras, planteamientos, quejas y reclamos, nos hacen ver sin velos intermedios, que eso del desequilibrio y la inequidad existe en verdad. La acidez se acentúa cuando nos hacen ver que, quizás todos, algo o mucho, podríamos hacer para que el mundo fuera distinto.
Oído la súplica del Papa Francisco, “escuchen a los pobres”, podríamos invitar a nuestros lectores a hacer ese ejercicio. La verdad es que en Colombia nadie puede decir que no tiene personas pobres muy cerca. Otra cosa es que no lo haya notado o que no se haya planteado la pregunta sobre cómo viven los que lo rodean en el trabajo, el estudio, la familia, la calle, el club, etc. Y otra ganancia de este ejercicio será el dejar de lado la obligación de tener que decir algo siempre, y, además, tener la razón. Hora de callar.