Como Bogotá no tiene casi problemas, el secretario de Gobierno acaba de autorizar que se extienda el horario de venta de licor en la ciudad. Y habla del tema con toda clase de palabras sofisticadas como autorregulación, consumo responsable, convivencia, seguridad, riñas, etc. La verdad es que Bogotá sí necesitaba un poco más de aguardiente en las calles porque no hay suficientes borrachos manejando automóviles, ni hay suficientes familias con problemas de alcohólico a bordo y no hay tampoco suficientes universitarios chupando trago los jueves, viernes y sábados de cada semana. Y se necesita el aguardiente para que no se pierdan costumbres tan antiguas como la del marido llegando borracho a la casa a darle una paliza a su mujer, después de, seguramente, haber apaleado a otra fuera de su casa. Y el aguardiente debe ir mostrando a los bachilleres que la vida es para gozar y no para otra cosa.
En este orden de ideas geniales, podemos sugerir otras acciones. Introducir paulatinamente el miniaguardiente con cereal en la lonchera de los niños para que no se sientan nunca extraños en la sociedad cantinera en que viven. Y se podrían colocar dispensadores de licor gratuito en las entradas de los estadios, teatros, coliseos y así todo el mundo andaría igual de prendido y en general todos dichosos de la vida. Y, por qué no, instalar chicherías en los hospitales para menguar el dolor de los enfermos y aún en las funerarias para ahogar las penas incurables.
¡Más licor, más alcohol! Eso era lo que le faltaba a Bogotá. ¿Cómo es que no nos habíamos dado cuenta? Por andar pensando en navegar por el río Bogotá y pescando también, nos habíamos distraído de esta genial propuesta. Por gastarnos el seso tratando de alargar la jornada escolar y alimentar a los críos, nos habíamos olvidado de que lo que necesita el pueblo es pan y circo y, en versión colombiana, trago por toneles.
¿Pero cuál es el problema, señor escritor? Al día siguiente está abierta la ciclovía para que la gente sude el alcohol consumido. Además, ahora ya no hay tanta congestión en las urgencias hospitalarias, de manera que a todo enguayabado le tocará esperar a lo sumo un par de días y entonces ya se le habrá ido la resaca. Y los grupos de acohólicos anónimos siempre son acogedores y no le niegan un espacio a nadie, de manera que solo no se va a quedar el bebedor empedernido. Y como también está de moda perdonar hasta lo más atroz e indecible, seguro que las familias ya no van a armar un drama por la persona de casa que los ha arruinado, golpeado y vuelto codependientes. Y como ahora existe el libre desarrollo de la personalidad, seguro que empapada en alcohol evoluciona más rápidamente, sin tener que pasar por la adolescencia, la juventud, la adultez y la edad mayor.
En fin, todos los que no habíamos visto las ventajas de institucionalizar el océano del alcohol, fomentado desde el Palacio Liévano, somos unos tarados. El próximo paso de estas propuestas de gobernantes iluminados podría ser el bar obligatorio en la casa, en la guardería, en el jardín y los colegios. Pero, vamos por partes, dijo el descuartizador.