Para una mejor autoconciencia, reconozco que me ensimisma mirar a las estrellas, verme en su poesía y florecer en los diversos lenguajes del corazón. En efecto, nuestro caminar por aquí abajo, nos súplica mirar al cielo y morar en él, aunque los pies los tengamos en camino por la tierra. Desde luego, al advertir el panorama del momento, que hemos de hacerlo en misión solidaria, nos asombra el clamor por una urgente justicia, en demasiadas ocasiones largamente esperada, mientras la sociedad busca la debida dignidad. Por otra parte, el espíritu corrupto nos ha cegado de por vida, los mil entre los mil conflictos armados también nos han dejado en batalla permanente, con el odio sembrado por doquier y la falta de sentido ético, lo que rompe las ilusiones de un mejor futuro.
Ciertamente, el porvenir nos lo hemos cargado, con un comportamiento egoísta a más no poder en las relaciones internacionales, lo que activa multitud de desajustes y desequilibrios. Mal que nos pese, estamos en las cloacas. Lo que sucede de bueno, es que algunos aún miramos al espacio sideral para explorarlo poéticamente y sacar conclusiones de su observancia.
Hoy sabemos que las tecnologías espaciales son clave para comprender el cambio climático o poder mejorar la gestión de los desastres naturales; pero también tenemos que buscar modelos sociales más responsables y mejor cualificados en humanidad. Sin embargo, el mundo de los dominadores está ahí, en el orbe de las trampas y de los artificios inhumanos, deshumanizándonos por completo y carcomiendo la fibra moral, el espíritu de resistencia y la esperanza de los pueblos. Está visto que hay que despertar, mover otros motores que no sean los propios intereses económicos, que todo lo envenenan en bloque, disgregando la unidad con las prácticas del divide y vencerás. No olvidemos que la libertad, de tomar una opción de vida u otra, está íntimamente relacionada con la facultad de obrar. En consecuencia, si queremos ser dueños de nuestro propio destino, la culpa no está en la ausencia de estrellas, sino en nuestros vicios que nos impiden que brote la luz, y así poder discernir. Quizás andemos faltos de esa autonomía interior, fundamento último de cualquier otra emancipación.
Cada injusticia que perpetramos, o dejamos que se cometa, es una estrella que apagamos. La noche, por consiguiente, requiere de unos días más claros que sirvan de refugio y fortaleza. Cualquiera que se diga y desee un cielo despejado sobre él y active dentro de sí la ley moral, tendrá sabiduría y podrá franquearlo todo. La lucidez es la amplitud de horizontes, mientras la confusión es la oscuridad del instinto. Por eso, es vital renovar cada amanecer los espíritus, por muy sumidos que estemos en el aluvión de calamidades en cascada, que tenemos y que precisan de un apoyo masivo, con intervenciones inmediatas para evitar una emergencia constante. Todo hay que reconstruirlo juntos, además renovando la mirada del alma, ya que todo dolor debe estar abierto al espacio cristalino de los sueños, a la reinserción y rehabilitación de las contemplaciones cruzadas. Necesitamos acercarnos, comprometernos a estilos de vida y acciones coordinadas para un bien más poético que el mero interés opresor. Indudablemente, la observancia es el examen y la base de la construcción de otro mundo más justo y mejor proyectado en los senderos del futuro.
Siempre hay una estrella que nos alumbra, es cuestión de buscarla y de reconocerla. Estoy convencido que, bajo su protección, nos liberaremos de la seducción de los ídolos y de la ceguera de nuestras ilusiones. El caudal monetario, la marea viciada del placer, el éxito a cualquier precio, todos estos manjares deslumbran, pero luego desilusionan, prometen energía y causan flaqueza. Lo único que puede colmar nuestra sed de felicidad es una mirada acariciadora, de amor verdadero y el desapego a estos falsos podios, que al final nos entristecen de miserias hasta llevarnos al ataúd.