La sociedad colombiana se encuentra consternada por el execrable crimen cometido contra una menor, de siete años de edad, que luego de ser abusada sexualmente, fue asfixiada y estrangulada por su criminal verdugo; al parecer, todo conduce como posible autor a un joven arquitecto bogotano perteneciente a una familia reconocida, quién se encontraba bajo los efectos de las drogas y en cuyo apartamento se encontró el cadáver.
Resulta que es apenas uno de los diez y ocho mil casos de abusos contra menores que van registrados en el 2016 en Colombia, donde las víctimas son menores de edad. Señalan las alarmantes estadísticas que cada día son violadas ventiún niñas entre los 10 y los 14 años. Ahora resulta un nuevo caso en Montería, donde la víctima es una mujer de diecinueve años.
Cuando la singularidad de un crimen como el que se cometió contra Yuliana, causa un escozor social, se reviven viejas discusiones y la sociedad comienza a reclamar la aplicación de una justicia ejemplarizante pronta y rápida contra el victimario. Nuevamente en el fulgor del momento se vuelve a pedir la pena de muerte, la cadena perpetua, la castración química para los responsables de estos delitos contra los indefensos menores. Incluso se reviven suspendidas discusiones legislativas tendientes a hacer más drásticas las penas contra los agresores que además de sancionarlos les impidan cometer nuevos delitos.
Todo eso está muy bien; no otra cosa puede esperarse de una sociedad que reacciona indignada y adolorida por hechos tan lamentables. Sin embargo, no se puede desviar la identificación de las verdaderas causas de hechos tan violentos y de los remedios que requiere una sociedad con miembros tan enfermos.
Siempre hemos oído decir que la amenaza de pena no es la solución para reducir la acción de la delincuencia. En los países donde hay pena de muerte para delitos similares, continúan cometiéndose los mismos delitos. Simplemente hay que concluir en este punto, que no obstante los deseos de contar con unas penas ejemplarizantes, la solución no está en reformar las leyes penales.
Para dar respuesta a un problema que se ha vuelto endémico se torna necesario formular adecuadas políticas publicas tendientes a la prevención, educación y formación de las familias y de los mismos menores en las escuelas y colegios, el manejo de la drogadicción; todo esto conformando una política integral, sin duda al lado de una política criminal adecuada.
Está bien que los gobernantes aboguen por un endurecimiento de las penas para este tipo de delitos, es la respuesta que espera la sociedad en momentos como éste; pero la solución está más allá, en afrontar la problemática con respuestas claras desde los diferentes aspectos que vulneran la descomposición del tejido social.
Es indispensable actuar y pronto, pues las estadísticas señalan que el problema está en permanente crecimiento.