Los dolores que experimentamos durante la vida solo tienen sentido cuando comprendemos los aprendizajes que encierran. Somos aprendientes en esta pequeña esfera llamada Tierra.
Imaginemos un laboratorio de colegio, donde estamos aprendiendo sobre reacciones exotérmicas, aquellas que liberan energía. Hay pipetas, calor, diferentes elementos químicos puros y algunos otros combinados ya como catalizadores. Quien nos guía da instrucciones claras sobre cómo hacer el ejercicio. Sin embargo, la curiosidad nos lleva a ensayar otras opciones o descuidadamente calculamos mal las cantidades a mezclar durante la práctica. Los errores hacen parte fundamental del aprendizaje: sin ellos no podríamos evolucionar. Así pues, en el experimento podemos obtener reacciones seguras y otras que generen grandes explosiones, de las cuales podemos salir muy lastimados o heridos levemente, según sea la magnitud del evento. Aciertos y errores, pues de eso se trata el proceso pedagógico.
Eso mismo nos ocurre en la cotidianidad. Cada quien está inmerso en sus propios aprendizajes vitales, para lo cual se encuentra –o desencuentra- con otras personas, en relaciones que van de seguras a explosivas, desde confiables hasta incluso aquellas que conllevan la muerte. Cada quien vive lo que le corresponde, lo cual es muy difícil de comprender si vivimos desde el juicio. No se trata de justificar que una persona le haga daño a otra, pues eso no viene en las instrucciones del laboratorio de la vida: estamos llamados al amor. Tampoco es dado evadir la responsabilidad del daño ni la reparación a que haya lugar.
Los hechos dolorosos nos permiten aprender, si queremos. ¿Aprender qué? El menú de posibilidades es tan grande como el número de seres humanos. Si estamos dormidos o somnolientos, aunque tengamos los ojos abiertos para condenar los errores del otro, no aprenderemos. Si estamos en el proceso de despertar, que no es sencillo y cuesta, lograremos identificar en qué contribuye ese dolor para nuestra existencia, en el sentido amplio de la palabra, y así aprender a perdonar, poner límites, no juzgar, soltar, desapegarnos, valorar la propia vida y la del otro, cuidarnos y cuidar…
Mientras no despertemos, convertiremos el dolor en un sufrimiento que será un lastre para el resto de la vida. Son muy pesadas de llevar las cargas del resentimiento, el odio o la venganza, pues nos alejan de esa instrucción dada antes de llevar a cabo el experimento de la vida: amar. Aunque amemos con condiciones, vamos en el camino: te amo si cumples mis deseos, si haces lo que digo, si… El logro máximo del experimento de la vida sería llegar a amar incondicionalmente, sin restricciones de ninguna naturaleza. Ese amor no generaría explosiones de ningún tipo. Nos falta un largo trecho en el camino de la consciencia para lograrlo. Podemos.