Días tras día recibimos el anuncio estremecedor de una nueva masacre que evidencia la debilidad del Estado ante el accionar de las múltiples economías ilícitas. Todos los analistas de nuestro acontecer dieron por hecho que el principal problema por resolver era la cincuentenaria guerrilla de las Farc. Se creía que la paz firmada por el gobierno Santos era el camino para reducir la violencia y lograr la extinción de los cultivos ilícitos. Aunque las negociaciones habaneras contaron con una estrategia cuidadosamente elaborada, se la desconoció en el punto crucial de la Justicia Transicional y se partió de un falso supuesto: Que los negociadores de las Farc obraban de buena fe.
Se descubrió muy tarde que el jefe negociador de las Farc, Iván Márquez, era un guerrerista aliado con los traficantes de droga. Logró darle largo a los diálogos mientras se extendían los cultivos ilícitos, se consolidaba el narcotráfico y se suspendía la aspersión aérea con glifosato. Pretendió seguir exportando cocaína, secundado por Santrich, pero se estrelló contra los sabuesos del imperio, eludió la curul senatorial y volvió a dedicarse a lo que está acostumbrado: la guerra contra el pueblo colombiano.
Otro torpedo, y de mayores dimensiones, le fue lanzado al Acuerdo de Paz por Timochenko, al negar ante la JEP el reclutamiento y abuso sexual de menores, las violaciones y abortos obligados. Con el cinismo público, propio de la dialéctica comunista, le ha dado la espalda hasta al expresidente Santos quién recientemente lo había conminado a decir la verdad. El jefe de las Farc ha puesto a temblar el andamiaje todo de la Justicia Transicional.
Tales hechos debieran obligar a los dirigentes democráticos a suspender el grosero debate político actual y a cerrar filas en defensa de nuestra institucionalidad republicana. No debe seguir avanzando la ceguera conceptual según la cual el culpable de las masacres es el gobierno Duque y no quienes las cometen.
Voceros de la oposición siguen afirmando que la solución a tanta violencia está en el Acuerdo de Paz. Y se niegan a ver que el narcotráfico desafía la capacidad misma del Estado, que su estructura mafiosa cuenta con el gobierno de Maduro, a quien le rinden pleitesía los apátridas del Eln y las Farc. Se aprovecha, además, de los espacios que la democracia brinda para organizar marchas de grupos campesinos e indígenas, nunca afectos al gobierno central y que, comprados por los dineros corruptos, retienen soldados y policías cuando cumplen con la tarea de combatir la coca. Es el mismo dinero que financia el preocupante vandalismo urbano. Ante todo intento de frenar semejante delito y la violencia que causa, ya sea con la aspersión aérea, la erradicación voluntaria, la erradicación forzosa, la cooperación norteamericana, la sustitución de cultivos, ante todo intento, repito surgen contradictores que deliberadamente ignoran nuestra trágica realidad y los peligros que nos asechan.
No han asimilado la derrota en el plebiscito (2016) ni han permitido que las instituciones surgidas de La Habana se abran a la participación de todos los sectores de opinión, como lo exigen el respeto a las decisiones populares y la implementación exitosa del Acuerdo Final. Ojalá comprendieran que son ellos, con su fundamentalismo, quienes se oponen al entendimiento nacional, difícil pero necesario ante el avance de las fuerzas que buscan alterar el rumbo de la Democracia colombiana.