Fernando Navas Talero | El Nuevo Siglo
Miércoles, 12 de Agosto de 2015

BITÁCORA DE LA COTIDINIDAD

70 años de impunidad

Sorprende la protesta de los defensores de los astados que padecen la muerte en la lidia como espectáculo. Defensores que reclaman la prohibición del toreo de esos animales de casta, criados para morir en el enfrentamiento entre la bestia y la razón. Y asombra esa sensibilidad, cuando el mismo sentimiento no existe tratándose de defender la vida y la dignidad del ser humano. Los soldados y guerrilleros, todos juntos, se duelen de la muerte de sus seres queridos y los lloran con ternura y no obstante no tienen reato alguno en atacar sin consideración a su prójimo. Episodios como los de Tacueyó, Macayepó, Mapiripán, Bojayá, masacres en el conflicto colombiano, sin mencionar muchas otras  que se han desatado a lo largo de 200 años de violencia, son pasajes de una historia reciente que señala a todos responsables de atizar el fuego. Unos que solo piensan en la venganza y otros en el orgullo, pero ninguno en el respeto a la vida del prójimo. A diario se celebran victorias de los “héroes” que arremeten al enemigo, contándose sus bajas como premios y ¡esos son los argumentos que algunos reclaman como discurso para su campaña política! No tendrán razón quienes piden que se acuerde un cese bilateral al fuego, antes que auspiciar más muertes?

Extraña condición humana. Tan extraña que han pasado  setenta años desde el siniestro día en que el Enola Gay, pilotado por el criminal Paul Tibbets, lanzó sobre una población inerme e inocente la destructiva llama inventada por “héroes” de la ciencia al servicio de facinerosos; y el crimen  permanece impune y antes que el castigo ha recibido la justificación de los aduladores que se pliegan ante el triunfo, sea de quien sea, pero lo importante es pelechar a la sombra del poderoso no importa el norte de sus intenciones. Nagasaki  e Hiroshima desaparecieron del mapa y el presidente Truman anunció al mundo: “Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra”. ¡Aplausos…!

Viví la posguerra en mi infancia y escuché con curiosidad los alegatos de los contertulios de mi padre: unos para defender la decisión de los gringos y otros condenar el holocausto. Hoy, cuando mi visa en el planeta está próxima a vencerse, oigo las mismas discusiones respecto a la paz del país y condeno los argumentos de quienes aúpan la guerra que se vive en mi pueblo y disculpan su conciencia defendiendo a los toros y ¡convocando la solidaridad popular! Imitando, seguramente, la adoración que en la India se tiene por los vacunos; su  desprecio infinito por la vida del hombre se expresa  en alienadas marchas. Pregunto, ¿cuál es la dignidad que se defiende en Colombia? ¿Cuál derecho a la paz?