En nuestra hoja de ruta debe estar presente, también nuestra propia contribución, a restablecer un clima de concordia. Hemos venido a la tierra con el empeño de conciliar y reconciliar vínculos, de hacer y rehacerse como familia, de generar hogar y de instituir la paz como avance para poder caminar fusionados. Este quehacer natural, desde luego, tiene que fortalecer otro espíritu, muy contrario al actual, si en verdad queremos asegurar nuestro futuro común.
Para empezar, la disuasión ha de ser algo prioritario en todas las agendas del mundo; y así, podremos poner fin a la multitud de conflictos armados. Sin duda, nos merecemos contar terceras historias y activar lozanas biografías menos dolorosas y más recargadas de verdad. Esto nos exige tomar conciencia, cada cual consigo mismo, para abrirse a la escucha de los demás, que es como realmente se alcanza la cognición, poblándonos de ideas y repoblándonos de sueños.
Puede que las heridas sean profundas, pero no las podemos continuar agrandando. Tenemos que entrar en sintonía unos con otros, propiciar distintos ambientes más armónicos, abrazando sonrisas para secar lágrimas, sabiendo que no hay paz sin desarme y que no hay desarme sin reconciliación. La mejor justicia es la enmienda y el perdón. Lo que no guarda sentido es la acumulación excesiva de armas convencionales, amparadas por un tráfico ilícito, o el uso de instrumentos explosivos en zonas pobladas, poniendo en grave peligro a la población civil. A este descontrol hay que sumarle las tecnologías armamentísticas emergentes e inesperadas, o los aparatos de destrucción masiva como los dispositivos nucleares, que continúan siendo la gran amenaza para la humanidad. Ante este panorama de crueldades reinantes o que se avecinan, apremia como obligación, reanudar entre las partes implicadas cualquier tipo de negociación diplomática que nos lleve al entendimiento global.
Comprendámonos, porque todos nos necesitamos para perpetuar el viaje existencial de lo sistémico. La ciudadanía ya advierte que la situación mundial es muy seria. Tal vez sea ahora, el instante preciso y precioso, para poner fin a esta locura destructiva. Por ello, fortalecer nuestra perspectiva universal, conlleva aminorar tensiones y riesgos. Precisamos dejar de sembrar odio en los debates; y, en su lugar, propagar la cultura del abrazo sincero y de la solidaridad manifiesta.
Es público y notorio que los desafíos actuales trascienden las fronteras, los propios muros que nos vamos creando entre nosotros y que tenemos que derrumbarlos, como lo demuestran las diversas crisis que padecemos: alimentaria, ambiental, económica, docente y sanitaria. Por consiguiente, si en verdad queremos garantizar un porvenir más seguro para todos, soltemos egoísmos y desmontemos escudos. Pasemos página, centrémonos en el bien colectivo, poniendo fin a la discordia, para iniciarnos en otros andares más copartícipes, que nos fraternicen. Si ya sabemos que el acuerdo es superior al desacuerdo, siendo posible desplegar unión y comunión en las variedades, despojémonos de don dinero, con una autocrítica reflexión en mente, capaz de discernimiento. Lo sustancial radica, por tanto, en no desfallecer contribuyendo a la causa de la paz.
Naturalmente, una alianza hacia el sosiego destrona de los espacios cualquier ofensiva hostil. También las medidas de desarme y control de armamentos sabemos que ayudan a certificar la seguridad internacional y humana en esta tirante época; y, en consecuencia, deben formar parte integrante de un sistema de seguridad colectiva creíble y eficaz. Claro que el hermanamiento es posible, sólo hay que defender la vida y educar para el amor de amar amor. Es el mejor modo y la principal manera de concienciar para el aplacamiento y la no proliferación de artefactos.
Junto a estas premisas, a los niños hay que dejarlos ser niños y a los jóvenes hay que ilusionarlos con la experiencia sapiencial y espiritual de los mayores; sin obviar, que también los maduros necesitamos del apoyo, el afecto, la creatividad y de su dinamismo, para la búsqueda de proyectos compartidos. Esta ha de ser la mayor aspiración humana, porque no desear hacer nada ya es como morir en vida. Nos conviene recordarlo, pues.